ACTUALIDAD DIOCESANA

02/01/2025

Una niña centinela

El sacerdote Tomás Durán describe en este artículo cómo se vivió el funeral de Pedro Calama, quien dedicó casi 65 años al servicio de la parroquia de El Cerro. Destaca la sencillez de la liturgia y el profundo sentido de comunidad que acompañaron las exequias de este querido presbítero, cuyo legado sigue vivo en la fe de ese pueblo

 

 

Hay imágenes que se graban para siempre en el recuerdo: son las imágenes de la siembra. En una tarde muy fría del Adviento, próximos a la Navidad del Señor, celebramos el funeral de despedida en El Cerro de D. Pedro Calama Barés, sacerdote en aquella parroquia durante cerca de 65 años. La sobriedad de los rostros, el canto, el silencio litúrgico, alternado con la participación de la asamblea, expresaban lo que bellamente dice el Concilio sobre la Liturgia, que “lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación y lo presente a la ciudad futura que buscamos” (SC 1).

Era la participación activa de una comunidad rural, sobria, sentida, donde el misterio celebrado de la Pascua calaba en el alma de todos desde el recogimiento, los rostros serenos y unos gestos que no necesitan nuestras ocurrencias simbólicas ni moniciones rebuscadas, porque solo el Cirio pascual encendido, la Palabra, el Pan… prenden el corazón silencioso en la acogida de la victoria de Jesús, que “resucitado brilla sereno para el linaje humano”.

A la salida, el féretro era portado por hombres de aquella comunidad, expresión máxima de solidaridad: cargar con la muerte.  Camino adelante, en silencio, lo llevaban al cementerio. Al comienzo fuimos en la procesión, mirando hacia un sol que se escondía, en su ocaso, entre las montañas de la Sierra, con un frío helador. Bellísima estampa de un atardecer que recordaba la letra del himno pascual, una de cuyas estrofas dice: “Muerto le bajaban a la tumba nueva. / Nunca tan adentro tuvo al sol la tierra. / Daba el monte gritos, piedra contra piedra”.[1] De esta manera se asociaba a Cristo aquel pastor que enterrábamos, sembrábamos, arrojado como el mismo Señor, en el corazón de la tierra conmovida y abierta para él.

El pequeño grupo de sacerdotes que caminábamos revestidos detrás del féretro, mirando al sol que decaía, cada vez más enrojecido, y se ocultaba tras las montañas, cantábamos: “Levanto mis ojos a los montes, ¿de dónde me vendrá el auxilio? / El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra. El Señor te guarda a su sombra, Él está a tu derecha; / de día el sol no te hará daño, ni la luna de noche”.[2]

Entre canto y canto se hacía silencio. Solo se oían las pisadas, y la mirada se trasponía entre los hombres que llevaban el ataúd y la luz del sol, llena de fuego, que se escondía en las entrañas del horizonte, mientras el frío aumentaba.

Una niña nos seguía y rompió el silencio con sus palabras: “Soy de este pueblo…”, “cuidado con las piedras…”, “este camino lo he hecho más veces…”. Una niña del pueblo, sonriendo, alerta de las piedras del camino hacia el cementerio de una aldea perdida del mundo rural, en un camino conocido y repetido por ella, con un sol que declina…

De nuevo, el canto del grupo de sacerdotes, que acompañan al pueblo que despide a su pastor cercano: “Desde lo hondo a ti grito, Señor; /Señor, escucha mi voz; / estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica”. Y la estrofa siguiente que nos hace mirar el sol, ya casi desaparecido: “Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra; / mi alma aguarda al Señor, más que el centinela la aurora”.

Un sacerdote se vuelve hacia la niña, le agarra la mano brevemente, y ella sonríe. El sol se ha ocultado. La niña no pierde la sonrisa, pero guarda silencio; no vuelve a decir nada.

Al llegar al cementerio, con las primeras sombras del atardecer, comienza a oscurecer. “¿Qué ves en la noche, dinos centinela? /Dios como un almendro, con la flor despierta; Dios que nunca duerme busca quien no duerma, /y entre las diez vírgenes, solo hay cinco en vela”. Allí estaba en vela una comunidad creyente, un pueblo, una comarca.

En el centro del cementerio hay un hoyo abierto, junto a la cruz. El pastor quería ser sepultado “en la tierra de la que fue sacado”, pues fue barro alentado, ungido, por el aliento del Espíritu Santo. “Y quiere ser devuelto a la tierra” para esperar la resurrección junto a los suyos, “los que le fueron dados”, en medio de los que se entregó.

El pueblo, en silencio, contempla con el frío en el rostro y la mirada fija en la tierra de la tumba abierta, en el origen y, a la vez, morada de espera para la resurrección, futuro de esperanza. Las oraciones del sacerdote, una vez más, con sus ritos desnudos y sin añadidos, “expresan el espíritu y la fuerza de la liturgia” (SC 14): la Palabra y el agua bautismal sobre el sepulcro abierto, remiten a la Pascua iniciada y cantada como victoria imparable.

El canto de la Salve, a una sola voz por todo el pueblo, acompaña la palada inicial de tierra arrojada por el párroco sobre el sepulcro y las que siguen de los enterradores, ¿o sembradores? “Dios te salve. A ti llamamos los desterrados hijos de Eva; a ti suspiramos, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas”.

El jubileo recién iniciado nos señala que somos peregrinos de esperanza “en este valle de lágrimas”. Sembrábamos un peregrino de la alegre esperanza. Ésta era la lumbre que en el corazón del pueblo ardía, en medio del frío viento que golpeaba el rostro. “Ea, pues, Señora, abogada nuestra, vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos; y después de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre”.

Es verdad que, a la vuelta del cementerio, en todos había una gozosa esperanza pascual. Pero no podíamos por menos que pensar, querido Pedro, que contigo habían quedado enterradas muchas cosas: una forma de pastoreo presencial en medio del pueblo, muy distinta a la “atención pastoral”; una Iglesia rural que, junto a una cultura, sacó brillo a la cercanía evangélica, la fraternidad sacerdotal, el gozo de ser miembros del pueblo santo de Dios y vivir en medio de él, formando una familia.

Vamos a pensar, Pedro, que no quedó enterrado todo ello, sino sembrado, y que brotará y crecerá “sin que sepamos muy bien cómo”. Siempre habrá una niña centinela que diga: “Yo soy de aquí…”, señale las “piedras del camino” con sonrisas, y puede que haya la mano amiga de un apóstol, que la agarre, caminen juntos y canten la estrofa final con la que acaba el himno pascual por el que comenzamos: “¿Qué ves en la noche, dinos centinela? “Vi los cielos nuevos y la tierra nueva. /Cristo entre los vivos, y la muerte muerta. /Dios en las criaturas, ¡y eran todas buenas!”

Gracias, Pedro.

Tomás Durán, párroco in solidum de Doñinos de Salamanca.

 

[1] Himno de la Liturgia de las Horas

[2] Ibídem.

 

Pedro Calama presidiendo una eucaristía en el templo parroquial de El Cerro
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