08/02/2021
EL CIEGO BARTIMEO (Mc 10, 46-56)
Entonces vinieron a Jericó; y al salir de Jericó él sus discípulos y una gran multitud, Bartimeo el ciego, hijo de Timeo, estaba sentado junto al camino mendigando.
Y oyendo que era Jesús nazareno, comenzó a dar voces y a decir: ¡Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí!. Y muchos le reprendían para que se callase, pero él clamaba mucho más: “¡Hijo de David, ten misericordia de mí!”.
Entonces Jesús, deteniéndose, mandó a llamarle; y llamaron al ciego, diciéndole: “¡ten confianza; levántate, te llama!”. Él entonces, arrojando su capa, se levantó y vino a Jesús. Respondiendo Jesús, le dijo: “¿Qué quieres que te haga?”. Y el ciego le dijo: “Maestro, que recobre la vista”. Y Jesús le dijo: “Vete, tu fe te ha salvado”. Y en seguida recobró la vista, y seguía a Jesús en el camino.
En este tiempo de dolor que estamos padeciendo, son muchos los que están o han estado, como el ciego de Jericó, junto al camino gritando para que el Señor se compadezca y se compadeciera de sus dolencias. Bartimeo, que así se llamaba el ciego de Jericó, gritaba a viva voz para que Jesús, que tenía que pasar por allí, le escuchase; eran gritos sonoros que salían de la garganta de un hombre desesperado y se dirigían a los oídos de Jesús.
Sí, son muchos los que todavía siguen gritando por el dolor de una muerte en soledad. Sus gritos, al contrario de los de Bartimeo, no son gritos sonoros, ni salen de una garganta, ni se dirigen a los oídos de Jesús. Son gritos que brotan de unas entrañas desgarradas y se dirigen a un corazón también martirizado como el del Señor. Por ello, si Jesús se compadeció de Bartimeo devolviéndole la vista, la vista de la fe, a éstos otros que gritan en silencio, en la soledad de una habitación, el mismo Jesús tiene que responderles con las mismas palabras con las que se dirigió al buen ladrón allí clavado en la cruz: “hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23,43).
Porque no tenemos un Dios “que no se compadezca de nuestras debilidades, ya que ha sido probado en todo menos en el pecado” (Heb 4,15). Él también sufrió la muerte en la soledad de la cruz, por ello es de necesidad creer que si a Bartimeo Jesús le otorgó un regalo de amigo, a estos otros, hermanos suyos, les está dando un abrazo de amor.
La crudeza de esta pandemia, esta experiencia de dolor profundo, sin duda, está provocando un cambio en el ser y estar en el mundo de las personas afectadas por la muerte de seres queridos y también en las que han sufrido esta enfermedad en su propio cuerpo. En algunos su vida será un reflejo de ese mismo estado a que se refiere el himno: “hoy que mi vida es un desierto en el que nunca nacerá una flor…”; y en otros, estará siendo un especie de apremio para valorar la pequeñez del ser humano y en la fugacidad de este mundo que pasa. Para todos, ojalá, que el azote de esta pandemia nos empuje a dar un salto, para que, como el ciego de Jericó dejemos de estar junto al camino y nos pongamos en el camino y así también escuchar por boca de Jesús esa misma frase de sanación: a ti también, “tu fe te ha salvado”.
Andrés Pinto, sacerdote diocesano. Capellán en el Complejo asistencial de Salamanca.