21/06/2024
Todos conocemos el relato evangélico de la tormenta en el lago, que proclamamos este domingo. Nos aporta palabras e imágenes poderosas, que nos identifican y nos inspiran. La vida es como un viaje en el que hay tiempos de calma y otros de tormentas. Estas no las quiere nadie, pero forman parte del camino. Y, como ocurrió con los discípulos, las tormentas son ocasión para reconocernos en nuestra vulnerabilidad y tomar conciencia de cuánto nos falta por conocer a Jesús. Lo primero favorece lo segundo.
¿Os acordáis del inicio de la pandemia del Covid-19, cuando todos vivimos confinados y llenos de miedo? Por primera vez sentíamos como humanidad que estábamos a merced de una tormenta global, que podía acabar con nosotros. Aquel Viernes Santo el mundo entero tenía los ojos puestos en el papa Francisco: impactaba verlo en medio de la noche, en aquella Plaza de San Pedro solitaria y silenciosa, venciendo al miedo con la fe, proclamando con fuerza este Evangelio en el que Jesús se revela como Señor del cielo y de la tierra… Fue solo hace cuatro años, pero ahora nos parece como un sueño que pasó hace mucho mucho tiempo.
Hoy la realidad es que seguimos caminando en medio de tormentas, unas personales y otras colectivas, unas a pequeña escala y otras con dimensiones mundiales. Las más graves y dolorosas son las tormentas evitables e invisibles, es decir, las que están ahí aunque casi todos vivimos como si no existieran o no tuvieran nada que ver con nosotros… Ahí están las 56 guerras activas que hay en el planeta -el mayor número simultáneo desde la segunda guerra mundial-, mientras los telediarios nos hablan solo de dos o tres y nosotros decimos que ya ni los vemos porque nos cansan. O los más de 5.000 africanos ahogados en lo que va de año al intentar llegar a nuestras costas en cayuco o patera, uno cada 43 minutos -lo que dura una misa dominical-, a la vez que aumentan las voces políticas que criminalizan a los migrantes. O los 120 millones de refugiados que buscan un lugar en el mundo, escapando del hambre, la guerra y la violencia, viviendo en unas condiciones indignas de los hijos de Dios, que nos llevarían a poner el grito en el cielo si se tratara de nuestras familias.
En todas las tormentas está Jesús, en las nuestras y las del mundo, también en las invisibles. Señalando a éstas, Jesús nos dice hoy: “Pasemos a la otra orilla”. Y añade: “Ven conmigo y pasemos a esa otra orilla que miras de lejos, que te parece tan ajena a tu vida cotidiana: La de quienes viven en países en guerra pidiendo a Dios la paz y el pan de cada día. La de quienes migran -aun a riesgo de morir en el intento- a las zonas prósperas del mundo, soñando un futuro mejor para sus hijos. La orilla de quienes están obligados a dejar su tierra y refugiarse donde pueden, tantas veces en condiciones inhumanas”.
Y sigue Jesús: “Ven conmigo a ponerte en el lugar de los cristianos que hoy están en esa situación. Aprende de ellos a conjugar en la noche el miedo y la fe, hasta modelar esa plegaria-reproche-deseo que me dirigen en mitad de la tormenta, como hicieron los discípulos: “Señor, ¿no te importa que perezcamos?”… Acoge con asombro su alegría – la alegría de los pequeños- cuando amanece y dan gracias a Dios por un día más de vida, de salud y de esperanza… Únete a ellos cuando me miran, entre sorprendidos y anhelantes, exclamando: “¿Pero quién es éste, que nos acompaña en cada tormenta?”… Y entonces estarás preparado para pronunciar, tú con ellos, la pregunta esencial: “¿Quién eres, Jesús?”.