15/02/2025
La pobreza. El hambre. El llanto. La persecución.
¿Bienaventuranza y dicha puede haber en eso?
Las hay si, negando nuestro inmenso yo humano, nos dejamos envolver por la
inmensidad de Dios que ha entregado a su Hijo no para condenar al mundo sino para que el mundo se salve por Él. Abajado hasta el extremo de la Cruz, signo del amor extremo, nos habla directamente de pobreza, de hambre, de llanto, de persecución.
Así lo hace en el texto evangélico de Lucas que se proclama este domingo sexto del tiempo ordinario, no ya en el monte donde las sitúa Mateo sino en una llanura donde le escuchaban tres tipos de oyentes: los Doce, un grupo grande de discípulos y una gran muchedumbre.
También hoy estas palabras tan rompedoras, tan contraculturales en esta sociedad que ansía el bienestar, son hoy el mensaje que la Iglesia debe transmitir, porque es el del Señor, a tantos tipos de oyentes. Se nos enseña en el Catecismo que “las bienaventuranzas responden al deseo natural de felicidad. Este deseo es de origen divino: Dios lo ha puesto en el corazón del hombre a fin de atraerlo hacia Él, el único que lo puede satisfacer. Las bienaventuranzas descubren la meta de la existencia humana, el fin último de los actos humanos: Dios nos llama a su propia bienaventuranza. Esta vocación se dirige a cada uno personalmente, pero también al conjunto de la Iglesia, pueblo nuevo de los que han acogido la promesa y viven de ella en la fe”.
La promesa nos conduce al Reino de Dios, al Cielo, a la visión de Dios. En palabras de San Agustín, “allí descansaremos y veremos; veremos y nos amaremos; amaremos y alabaremos. He aquí lo que acontecerá al fin sin fin. ¿Y qué otro fin tenemos, sino llegar al Reino que no tendrá fin?”.
Tomás González, médico y cofrade