22/12/2017
La Navidad es la celebración del nacimiento de Jesús, el hijo de María y el Santo Hijo de Dios, concebido por obra del Espíritu Santo. Esa doble condición de Jesús, hombre y Dios, es su misterio: escondido desde el comienzo de los siglos y manifestado en la plenitud del tiempo. Lo contemplamos en dos tiempos.
“Y sucedió que, mientras estaban allí, le llegó a ella el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada.” (Lc 2, 6-7).
María nos muestra a su hijo recostado en un pesebre o acogido en sus brazos con amor de madre. Y, en silencio, conserva y medita agradecida en su corazón el anuncio ya cumplido del ángel Gabriel: “Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús… El Espíritu Santo vendrá sobre ti… por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios”. (Lc 1, 31-35). Y se admira de lo que otro ángel les ha hecho decir de su niño a los pastores: “Os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2, 10-12). No hay duda; el anuncio del ángel se refiere a su niño. Y adora en silencio, bajo la mirada tierna y emocionada de José, a su Jesús “Emmanuel”, el signo dado por Dios de su presencia con nosotros para siempre (Is 7,14; Mt 1,22-23). Y confiesa agradecida la misericordia eterna del Dios de Israel, que ha hecho florecer en su niño el viejo tronco de Jesé. Y se estremece al estrechar en sus brazos al Santo, sobre el que se ha posado el Espíritu del Señor. Y en la noche de Belén hace memoria actual y presencia cumplida el anuncio de Isaías: “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande. Porque un niño nos ha nacido, y es su nombre: Maravilla de Consejero, Dios fuerte, Padre de eternidad, Príncipe de la Paz” (Is 9, 1.5).
María y José han comprobado ya en el nacimiento de su niño que para Dios nada hay imposible, pero ¿cómo no se iban a preguntar cómo, cuándo y dónde se iba a manifestar su Jesús como heredero del trono de David y salvador de los pecados de su pueblo? Y en estas cavilaciones velaban María y José el sueño de su niño, en suave conversación confidencial, compartiendo el secreto misterio, del que ambos son depositarios.
De pronto, la música y los cantos de los coros de los ángeles vinieron a despertar al niño y a añadirles a ellos un nuevo motivo de asombro y alabanza; porque José y María se sumaron sin palabras al coro que cantaba: “Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad” (Lc 2,14).
¿Dice este canto que nuestro hijo es el príncipe de la paz anunciado por el profeta Isaías? ¿Qué significará esto, María? ¡Es demasiado misterio para una sola noche! ¡No la podemos dormir, esta noche tan misteriosa! ¿Y cómo va a traer la paz nuestro hijo, siendo tan pobre? Recordemos, José, lo que anunció el profeta: “Juzgará a los pobres con justicia, sentenciará con rectitud a los sencillos de la tierra; pero golpeará al violento con la vara de su boca, y con el soplo de sus labios hará morir al malvado.” (Is 11, 4). Y, por encima de la estricta justicia, el príncipe de la paz instaura la armonía del amor, que brota del conocimiento de Dios: “Habitará el lobo con el cordero” (Is 11, 6-8) y “nadie causará daño ni estrago por todo mi monte santo: porque está lleno el país del conocimiento del Señor” (Is 11, 9). ¡Qué hermosa misión ha encomendado el Señor de Israel a nuestro hijo, como heredero de David! Le dará para ella los dones de su Espíritu (Is 11, 1-2). Pero, José, ¿qué tendremos que hacer nosotros? ¿Cómo hemos de educar a nuestro Jesús para que aprenda a ser profeta del conocimiento del Señor y príncipe de la paz? ¡Ay, José, qué noche tan dichosa! ¡Y qué cansada estoy! ¡Dejémoslo ahora, y vamos a dormir un poco! ¡El Señor nos enseñará día a día!
Ahora dirigimos con veneración la mirada a José, tan creyente, humilde y obediente como María. Le hallamos contemplando en adoración el rostro de Jesús, el hijo de su esposa. Con su gesto nos lo muestra sin palabras como el que “salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1,21). Así cumple con humildad la misión que le encomendó en sueños un ángel del Señor.
Nos lo muestra desde el pesebre del establo: el “palacio” del príncipe heredero del trono de David, que “vino a su casa y los suyos no lo recibieron” (Jn 1,11); ni siquiera para tener un lugar digno donde nacer, “porque no había sitio para ellos en la posada” (Lc 2, 6-7). Pero así pudo el Señor llevar a cabo el nacimiento de su Hijo a su manera, donde él quiso y como él quiso, en la forma desconcertante en que actúa la sabiduría de Dios y su poder de salvación: asumiendo la condición humana en la forma de esclavo (Flp 2, 7).
Y de nuevo un ángel de Dios da voz al gesto silencioso de José y anuncia a los pastores la noticia más alegre y necesaria: “Hoy os ha nacido un Salvador” (Lc 2, 11). En la pobreza de un niño recostado en el pesebre de un establo “se ha manifestado la gracia de Dios, que trae la salvación a todos los hombres, enseñándonos a que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, llevemos ya desde ahora una vida sobria, justa y piadosa” (Tit 2,11-12).
El niño pobre del pesebre es el Hijo por quien Dios nos ha hablado en esta etapa final de la historia, realizada por medio de él. “El es reflejo de su gloria, impronta de su ser” (Heb 1, 2-3). “Imagen del Dios invisible” (Col 1,15). Es el Hijo unigénito de Dios, que está en el seno del Padre, y nos ha dado a conocer a Dios, a quien nadie ha visto jamás (Jn 1,18). Es el Verbo que existía en el principio y era Dios (Jn 1,1); que “se hizo carne y habitó entre nosotros… lleno de gracia y de verdad“(Jn 1,14). “A cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios” (Jn 1,11-12).
Esta es la inefable manifestación del misterio de Jesús, el Hijo de Dios, que nos revela el misterio del ser de Dios y nuestro propio misterio de hijos de Dios. Esta forma del nacimiento de Jesús es la luz que ilumina la oscuridad que envuelve el ser y la vida de cada persona con afanes de riqueza, poder y dominio. Por ello, la Iglesia, cuando comenzó a tener libertad para el ejercicio público de su culto, estableció la fiesta de la Navidad como sustitución de la fiesta pagana del sol naciente, en el solsticio de invierno. Así, la luz nueva de la Navidad empezó a ser la bienaventuranza de los pobres. Jesús la vivió desde Belén, antes de proclamarla como ideal del Reino de Dios.
¿Cuál es el mensaje de la Navidad que la hace atractiva y necesaria, que convierte el nacimiento del Hijo de Dios en obra de salvación para toda persona? “Dios es amor”. Y nos ha manifestado el amor que nos tiene al enviar al mundo a su Hijo, el más amado, para que los demás hijos vivamos por medio de él. Nos ha amado hasta el extremo de enviarnos a su “Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados” (Jn 4, 8-10).
¿Y cuál ha de ser nuestra respuesta? Confesar lo que hemos visto y dar “testimonio de que el Padre envió a su Hijo para ser salvador del mundo” (Jn 4, 14) y de cada uno de nosotros. El Hijo de Dios nos salva cuando él vive en nosotros y nosotros permanecemos en comunión de vida y amor con él. (cfr. Jn 4, 15).
Los que “hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él” (Jn 4, 16), vayamos prestos a adorar a su Hijo en los brazos de María o de José, para que renueve en nosotros el amor de Dios y nos haga sentir la alegría de permanecer en él. Así llega a nosotros la plenitud del tiempo de Dios, que es el tiempo de “la adopción filial” (Gal 4, 4-5) y de la fraternidad de todos los hijos de Dios.
El niño de Belén considera llevados a él todos los dones entregados a los hermanos por amor, todas las obras de misericordia espirituales y materiales, y el anuncio gozoso de su salvación a cuantos nadie les ha abierto los ojos a su luz. Y Jesús nos sonríe con agradecida ternura, y nos bendice como a hermanos e hijos amados de su Padre.
Vamos todos juntos a Belén a adorar su misterio, que ilumina y enriquece el nuestro. Que la cuna del Hijo de Dios sea la fuente de la Vida, el Amor, la Reconciliación, la Justicia, la Paz justa y la Esperanza contra toda esperanza. Feliz Navidad en el Amor del Señor.
+Carlos López, Obispo de Salamanca