27/04/2020
Desde que él supo que yo estaba en Vecinos, siempre se interesó por mí.
Durante mis años de Filosofía, entre clase y clase, yo estaba acostumbrado a verle por entre los largos y espaciosos corredores y claustros de aquel Seminario de aquella Calatrava de entonces. Año 1965 y siguientes. Él ejercía de profesor con los teólogos y yo me estaba preparando para los cursos de Teología.
Pasado el tiempo, cuando yo estaba ya al frente de esta singular parroquia de Vecinos, volvimos a vernos con relativa frecuencia: Encuentros sacerdotales, Retiros, Convivencias… Él apenas si me conocía pero bien sabía que yo estaba en Vecinos. Yo, en cambio, casi ya me había olvidado de él.
Un buen día de esos se me acercó con una escueta sonrisa, dándome a entender que quería hablar conmigo, y me dijo: “Yo soy de Vecinos”.
Yo, entonces, me quedé tan extrañado que, al darse él cuenta de mi extrañeza, reforzó la sonrisa y me tranquilizó diciendo: “Sí, yo nací en Vecinos,… Fue cosa de muy pocos años pero me acuerdo bien y mucho de ello. Mi padre fue maestro de Vecinos y yo nací allí… Luego, muy pronto y siendo yo aún muy niño, nos marchamos de allí… Pero sí, yo soy de Vecinos”.
Lo confesaba con una remembranza singular; con ese nostálgico enamoramiento con el que, al cabo del tiempo, todos y unánimemente, vamos recordando y magnificando los lugares y los días de nuestra lejana infancia. Este detalle me sorprendió porque decía mucho de él. ¡Ay!, ¡la veneración sempiterna de la infancia por el sitio que nos vio nacer!
Luego nuestra relación no fue muy intensa, más bien esporádica; pero siempre, siempre, cuando coincidíamos en algún lugar, él nunca dejaba de sonreirme con aquel agrado y aquella reconocida sonrisa de siempre. Así manifestaba él, en mí, su pasión y ternura por este pueblo de Vecinos. Así al menos me lo ha parecido a mí. Yo he agradecido siempre y mucho aquel saludo primero y aquella relación tan fervorosa por mí y por el pueblo que le viera nacer: éste minúsculo pueblecito de Vecinos, quizás tan diferente al de entonces, donde a mí ahora me toca vivir y desde donde yo quiero unirme y descubrirme ante su venerable recuerdo, porque es muy probable que yo no haya sabido corresponderle debidamente. ¿Cómo, entonces, no sentir ahora esta imperiosa necesidad de hacerlo?
Hoy, cuando esta Diócesis tan querida de nuestra Salamanca nos da la noticia de su muerte, a los 94 años de su edad y después de una prolongada enfermedad, no puedo por menos que emocionarme y dejar que el recuerdo vuelva y retorne, a su antojo, hacia aquellos benditos años de entonces.
Rebusco y escudriño con precipitado afán el Libro de Bautismos correspondiente a aquellos años, lo abro con una singular delicadeza como si fuera todo un sacramental, busco y reviso con anhelante curiosidad las ya amarillentas y bien cuidadas páginas de aquel año 1926, en el que él vino a nacer, y repaso en actitud orante y con un especial fervor la esmerada y clerical caligrafía de aquellas benditas partidas bautismales de aquellos años. Y leo:
“VECINOS / Nº 5 / ÁNGEL / de D. Fernando Rodríguez y Dª María Rodríguez / Rubricado: Fabián Dorado /
Recibió el Orden Sagrado del Subdiaconado en la Catedral de Salamanca el 22-XII-51 / Firmado y rubricado: Cirilo Martín”
Gracias Don Ángel por sus genuinas sonrisas de aquellos años y por su entrañable amor a este Pueblo de Vecinos que un día le viera nacer.
¡Descanse ya en Paz y que Dios-Padre le tenga sonriente en su Seno!.
Amado Mateos Martín, párroco de Vecinos.
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