31/10/2021
Coincidió que aquellas felices jornadas del primer viaje de San Juan Pablo II a España incluían la Conmemoración de los Fieles Difuntos. Por esto, el Papa presidió la Eucaristía del 2 de noviembre de 1982 en el Cementerio de La Almudena.
Dijo que en el camposanto madrileño, y en todos los “cementerios cristianos de cualquier parte del mundo— se forma una admirable asamblea, en la que los vivos encuentran a sus difuntos, y con ellos consolidan los vínculos de una comunión que la muerte no ha podido romper”.
En estos días volverán a sucederse las visitas a los cementerios en pueblos y ciudades. Nos enseña el Directorio sobre la piedad popular y la liturgia que “esta visita debe ser una muestra de la relación que existe entre el difunto y sus allegados, no expresión de una obligación, que se teme descuidar por una especie de temor supersticioso”.
Precisamente en un tiempo en el que la muerte parece orillarse, incluso en nuestra misma vida de Iglesia, pues ya apenas vemos coches fúnebres en las puertas de nuestras parroquias, la visita al cementerio debe ayudarnos a cuidar esa comunión entre vivos y muertos, y también a confesar la fe en la resurrección de la carne y la vida eterna.
Porque con Cristo hemos muerto y con Él esperamos resucitar, acudamos a los cementerios como aquellas mujeres que caminaron hasta el Sepulcro de Cristo en la mañana de Pascua. Seguía diciendo Juan Pablo II que “corroborados en esta certeza, elevamos al cielo —aun entre las tumbas de un cementerio— el canto gozoso del Aleluya, que es el canto de la victoria”.
¡Qué bien nos los muestra el paso de la Cofradía de la Vera Cruz en la gozosa procesión del Resucitado! Ese Sepulcro abierto, esas santas discípulas asombradas ante el signo poderoso de verlo vacío y al recibir del Ángel el anuncio de la Resurrección, son un aleluya que bien podemos orar ante las tumbas de nuestros familiares y amigos que nos han precedido en el camino de regreso hacia Dios.
Tomás González, médico y cofrade
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