11/12/2019
Inés C. L. vive en la Casa Samuel desde el mes de marzo. Lo tiene claro: “Gracias que existe, porque mi situación era complicada, yo estaba sola y se me abrieron las puertas de este hogar”. Y asegura que en este lugar ha encontrado lo que pensaba que no existía: “Cariño, respeto, bienestar y una pequeña familia, ya que me quedé sin ella, y he encontrado otra”. Su mensaje resume el sentimiento de cada persona que ha vivido o vive en la actualidad en este espacio de Cáritas diocesana. El proyecto de Casa Samuel celebra este año sus 25 años de vida, de entrega, junto a los que un día fueron “rechazados” por la sociedad, porque como reconocen, a día de hoy existe mucho “prejuicio” en relación al VIH-Sida.
Inés relata su historia con las manos entrelazadas con las de una de las voluntarias de Casa Samuel, Gabriela Salazar, como si de una relación maternal se tratase. Esta residente se contagió de VIH-Sida a través de las drogas. “Probé la heroína cuando no había referente sobre ella. Al principio te parece todo muy bonito, me hacía sentir genial, pero al final te das cuenta de que es un dardo envenenado”, argumenta.
¿Por qué? Ella misma se pregunta y se responde. “Te enganchas y cada día quieres más, hasta que te das cuenta de que lo necesitas para todo”. Para Inés llegó un momento en el que la situación era “frustrante”, y reconocía que se enrabietada con ella misma, “no con la sociedad, no tiene la culpa de nada”.
Ella supo que era seropositiva cuando la realizaron una operación, “no lo sabía”. Y en ese momento del diagnóstico, asegura que sintió como si le cayeran 20.000 piedras encima de la cabeza, “no sabes cómo actuar, ni tú misma, ni hacia los demás”. Después, comenzó a tomarse la medicación y a vivir sus posteriores secuelas. Antes de llegar a Casa Samuel, tras fallecer su madre estuvo viviendo en Casa Bonifacia, en Zamora, “a las que tengo que agradecer muchísimo”, y llegó a Salamanca porque en su piso no podía vivir sola, “necesitaba cuidados especiales, y adaptados”.
En relación al consumo de drogas tiene un mensaje claro para los jóvenes: “Es un camino que nadie debe de coger si no quieres sufrir consecuencias”, insiste, porque reconoce que “las tonterías de la noche se pagan”.
Durante años, la única que conoció su enfermedad fue su madre, “lo he tenido ocultado”, y cuando se ha animado a decirlo, “he notado un cambio de actitud, y es muy cruel, que no puedas decirlo, porque es una enfermedad como cualquier otra, no sé por qué la gente tiene tanto rechazo al VIH”.
Inés cree que se debe a la imagen que se transmitió en el boom de la enfermedad, en la década de los 80, “cuando todos se morían y el aspecto físico era muy llamativo”, pero considera que la sociedad no se ha preocupado en conocer la enfermedad, “y saber que ahora el contagio no existe, ni por un beso, ni por la ropa, pero la gente tiene demasiado miedo, por desconocimiento”.
Ella sufre por el hecho de tener que ocultar que tiene VIH.
En cuanto a la labor de los voluntarios, la define como “pequeñas estrellitas que nos manda el cielo un día por semana”. Inés se lleva bien con todos, “me ayudan, y los que no podemos salir solos estamos deseando que lleguen, para tomarnos un café o charlar, hacen una labor muy grande”.
Esa mañana Gabriela Salazar hace su voluntariado en Casa Samuel, junto a Inés. Al hablar de su labor no puede evitar emocionarse. “Soy de Ecuador, llevo desde noviembre como voluntaria, y en mi país ya tuve experiencias previas”, relata. Tiene 30 años y es médico. Hasta Salamanca ha llegado para seguir formándose en Cuidados Paliativos y el tratamiento de enfermedades crónicas. “Llegó un momento en el que sentí que me alejaba de las razones por las que comencé a estudiar Medicina, como un servicio a los demás”, argumenta.
El voluntariado lo tenía claro, y más en un proyecto como Casa Samuel, “que se acopla a lo que quiero hacer”, sentencia. Esta experiencia le aporta muchas cosas: “Pensamos que venimos a servir y dar, y en realidad los que te aportan son ellos a tí”. Para Gabriela, este lugar es una familia, “porque la mía está lejos, y cada vez que vengo acá me siento en familia”. Esta joven de 30 años ha querido vincular su carrera profesional a los cuidados del final de la vida, “entendí que la vida es hasta el último instante, siempre se puede acompañar”.
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