07/02/2021
LA CURACIÓN DE LA SUEGRA DE PEDRO (Mc 1, 29-34)
<<29. Cuando salió de la sinagoga se fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés.
30. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre; y le hablan de ella.
31. Se acercó y, tomándola de la mano, la levantó. La fiebre la dejó y ella se puso a servirles>>.
A lo largo de estos días venimos reflexionando, los capellanes, a partir de los textos bíblicos que han inspirado al Papa Francisco el Mensaje para la XXIX Jornada Mundial del Enfermo (11 de Febrero de 2021), memoria litúrgica de la Bienaventurada Virgen María de Lourdes. Yo os invito, ahora, a entrar en una casa de Cafarnaúm donde va a tener un encuentro entre Jesús y la suegra de su discípulo Pedro, que “estaba en cama con fiebre” (v. 30). Allí, aconteció algo que tiene que ver contigo y conmigo.
Me he querido detener en este texto por dos motivos: primero, porque corresponde al Domingo Vº del Tiempo Ordinario en el que estamos y que abre este “tiempo de oración, reflexión y celebración” que la Delegación Pastoral de la Salud propone a toda la Diócesis y, segundo, porque creo sinceramente que el “símbolo de la casa” nos ofrece una preciosa oportunidad para resaltar la centralidad e importancia que cada una de nuestras casas ha tenido y está teniendo a lo largo de todo este año que llevamos de pandemia en el que nuestras “casas” han sido y son verdaderos hospitales de y en familia, espacios esenciales para vivir lo que el Papa Francisco define como la pastoral de la cercanía: “La cercanía, de hecho, es un bálsamo muy valioso, que brinda apoyo y consuelo a quien sufre en la enfermedad. Vivimos esta cercanía, no sólo de manera personal, sino también de forma comunitaria” (Mensaje, n. 3).
¡Cuántas experiencias de comunión, cuidado de nuestros mayores y niños, ayuda mutua, solidaridad vecinal vividas en el seno de nuestros hogares a lo largo de todo este año pandémico! ¡Cuántas “florecillas” de atención samaritana compartida desde la autenticidad de los gestos y el vaciamiento en la atención a los más débiles, frágiles, enfermos y mayores de nuestros hogares! Estoy convencido que podríamos escribir muchas historias de “los santos de la puerta de al lado”, como le gusta llamar a Francisco a aquellos “padres que crían con tanto amor a sus hijos, esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, los enfermos, las religiosas ancianas que siguen sonriendo…” (cf. Gaudete et exsultate, n. 6). Sí, cuando vivimos la cercanía y proximidad con los que convivimos bajo el mismo techo y con los prójimos que Dios pone en nuestro camino. En efecto, como nos recuerda Francisco “el amor fraterno en Cristo genera una comunidad capaz de sanar, que no abandona a nadie, que incluye y acoge sobre todo a los más frágiles, servir significa cuidar a los frágiles de nuestras familias, de nuestra sociedad, de nuestro pueblo” (Ibid.,).
Si la casa -como símbolo- expresa muy bien quienes somos y cómo vivimos. Vamos a detenernos un momento a contemplar la casa como hogar, escuela y hospital.
La casa es el hogar de la familia, donde los esposos a través de su amor compartido y abierto a la vida se abren y forman la familia ampliada con sus hijos y, hasta los años sesenta del pasado siglo, también, con los abuelos formando parte activa y presencial del núcleo familiar, es decir, bajo un mismo techo han convivido durante veinte siglos, de forma natural, tres generaciones: los abuelos, los padres y los hijos. La revolución industrial, la incorporación de la mujer a la vida laboral, las condiciones de vida de finales del siglo XX y comienzos del XXI, han modificado la vida y la composición de la familia hasta el punto de propiciar que una gran mayoría de ancianos se hayan visto obligados a pasar los últimos años de su vida en residencias geriátricas o de la tercera edad por múltiples causas. La pandemia del coronavirus ha puesto de manifiesto la vulnerabilidad e indefensión sanitaria a la que han estado expuestos tal y como ha reseñado el Papa Francisco en su Mensaje al decir que “la pandemia actual ha sacado a la luz numerosas insuficiencias de los sistemas sanitarios y carencia en la atención a las personas enfermas. Los ancianos, los más débiles y vulnerables no siempre tienen garantizado el acceso a los tratamientos, y no siempre de manera equitativa” (n. 3). La pandemia se ha cebado especialmente con nuestros abuelos y nos ha hecho descubrir la necesidad que tenemos de cuidar bien de nuestros mayores, de no dejarlos solos, ni abandonarlos y descartarlos de nuestras vidas. Nuestros abuelos nos han dado lo mejor de sus vidas y ahora nos toca a nosotros darles lo mejor de la nuestra.
Uno de los aspectos positivos de este tiempo pandémico que hemos vivido, sobre todo durante el tiempo del confinamiento (los meses de marzo-junio), ha sido el haber propiciado el “re-encuentro” de las relaciones interpersonales en el seno de nuestras familias. Quizás, vivíamos demasiado aceleradamente en una carrera desmedida que no dejaba tiempos ni espacios para el encuentro sosegado, las sobremesas sin prisas, los diálogos en profundidad sobre las cuestiones importantes de la vida. El parón en seco al que nos obligó el confinamiento nos hizo descubrir nuestros espacios domésticos de una forma nueva.
De pronto apareció ante nuestros ojos la necesidad de compartir las tareas de cada día y la importancia de implicarnos en las tareas educativas en relación con nuestros hijos: ¡Cuántos padres y madres se han puesto las “pilas” (han aprendido a utilizar las nuevas plataformas de comunicación digital: ZOOM, Google Meet, Skype, Whatssap…, etc.,) para ayudar a sus hijos a seguir telemáticamente las clases! ¡Cuántas habitaciones de la casa transformadas, improvisadamente, en “aulas virtuales domésticas”! ¡Cuántos padres han aprendido a cocinar, poner la lavadora, planchar o hacer las tareas más sencillas y cotidianas de una casa (hacer la cama, barrer, limpiar, etc.,)! Sí, la casa, cuando se habita en ella se transforma en una escuela donde se aprende a convivir, compartir, servir, perdonar y amar. Los grandes valores de la vida los hemos aprendido en nuestras casas y los maestros han sido nuestros abuelos y abuelas, padres y madres, también, nuestros hermanos y hermanas mayores. Sí, la casa es un ámbito educativo de capital importancia. Este tiempo de pandemia nos lo ha enseñado.
En casa, junto a nuestros padres y madres, hemos vivido nuestras primeras experiencias de dolor y hemos descubierto lo que significa la enfermedad vivida en familia. Nuestros primeros médicos y enfermeras han sido nuestras madres que con su calor cariño nos han aliviado, ¡en tantas ocasiones y momentos! con sus atenciones, siempre diligentes movidas por el amor, y nos han ayudado a superar episodios de dolencias, dolores y enfermedades. También, durante la pandemia, nuestros hogares han sido auténticos hospitales de campaña en familia: ¡Cuántas cuarentenas domésticas vividas y sufridas en nuestras habitaciones! ¡Cuánto amor y solidaridad vivida y expresada en mil gestos cotidianos de cercanía, amor y cuidado familiar delicado y exquisito¡ ¡Damos gracias a Dios por todas y cada una de nuestras familias que se han comparto en grado heroico a lo largo de todo este año dramáticamente vivido.
Pero, ¡volvamos a la casa de Pedro, en Cafarnaúm!, porque allí pasó algo que ilumina o puede iluminar nuestro modo de acompañar la enfermedad en nuestras casas, en la comunidad parroquial y nuestras residencias y hospitales.
El texto de Marcos nos presenta a Jesús pasando de la sinagoga (ámbito judío) a la casa (espacio normal de la comunidad cristiana). Jesús viene con sus cuatro discípulos, portadores de esperanza escatológica, a la casa de Simón, cuya suegra está enferma; el evangelista Lucas completa la descripción afirmando que “estaba con mucha fiebre y le ruegan por ella” (4, 38), el texto dice simplemente que tenía una calentura (pyressousa: 1,30), una fiebre que le impedía trabajar. Parece impotente; nadie le ayuda. Pero Jesús “se acercó y, tomándola de la mano, la levantó” (v. 31). Este gesto, el de agarrar con fuerza su mano para levantarla tiene una evocación pascual, Jesús levanta o resucita a la suegra de Pedro de manera que ella puede servir en la casa. “La suegra curada y Jesús comparten una misma liturgia –afirma X. Pikaza-, Él la cura en sábado, levantándola del lecho. Ella le (les) asiste en gesto que inaugura la nueva sacralidad cristiana del servicio mutuo” (cf. Pan, Casa, Palabra. La Iglesia en Marcos, pp. 48-49). La casa de Pedro se transformó en la casa cristiana de la resurrección y del servicio (¡Cafarnaúm se puede ver hoy día los restos arqueológicos de lo que fue la casa de Pedro transformada en una iglesia doméstica en el primer siglo).
Pero fijémonos en Jesús, en sus gestos y actitudes, porque como afirma el Papa en su Mensaje Él “nos muestra un modelo de comportamiento opuesto a la hipocresía de los que dicen y no hacen” (Mt 23,3) (n. 1). Jesús, en efecto, es “paradigma” para todos nosotros, de una pastoral de cercanía y proximidad. En sus gestos contemplamos toda una pedagogía práctica para impulsar una pastoral de la salud en clave evangelizadora, en “salida sanadora y misionera”.
Jesús “se acercó” (Mc 1, 31). También, tú y yo, somos invitados a acercarnos y aproximarnos a todo aquel que sufre, está solo, necesitado o enfermo. Es una obra de misericordia en labios de Jesús: “Estuve enfermo y me visitaste” (Mt 25,36). Francisco nos recuerda que “la enfermedad siempre tiene un rostro, incluso más de uno: tiene el rostro de cada enfermo y enferma, también de quienes se sienten ignorados, excluidos, víctimas de injusticias sociales que niegan sus derechos fundamentales” (n. 3).
“Tomándola de la mano…” (Mc 1, 31). Una de las peores consecuencias de la pandemia del coronavirus es que ha neutralizado uno de los sentidos que mejor expresa y canaliza la sensibilidad, emotividad y afectividad, nos estamos refiriendo al sentido del tacto. El Covid 19 nos ha privado del contacto interpersonal, de los abrazos, las caricias, los besos… ¡Cuánto dolor sin poder compartirlo! ¡Cuántas emociones sin poder expresarlas con los seres queridos! ¡Cuántos confinamientos domésticos forzosos, por cuarentena habitacional, que nos han sumido en la soledad y la tristeza! ¡Cuántos abrazos por dar! Jesús nos muestra con este gesto, y tantos otros que aparecen en los Evangelios, que es necesario tocar la carne para sanar las heridas, que es necesario tocar las llagas para curar las dolencias del alma. Ya en una homilía del año 2013 el Papa nos pedía que “tenemos que tocar las llagas de Jesús, debemos acariciar las llagas de Jesús, tenemos que curar las llagas de Jesús con ternura, tenemos que besar las llagas de Jesús. En el altar adoramos la Carne de Jesús, y en los enfermos encontramos las llagas de Jesús: ¡Estas llagas deben ser escuchadas” (03.07.2013).
“La levantó…” (v. 31). Este gesto Jesús lo repetirá con la hija de Jairo que acababa de morir: “Y tomando la mano de la niña le dice: Talitá kum, que quiere decir: Muchacha, a ti te digo, levántate” (Mc 5, 41) y también con un joven epiléctico al que Jesús hizo un exorcismo: “Y el espíritu salió dando gritos y agitándole con violencia. El muchacho quedó como muerto, hasta el punto de que muchos decían que había muerto. Pero Jesús, tomándole de la mano, le levantó y él se puso en pie” (9, 27). Sí, también hoy tenemos necesidad de “echar una mano” a todas las personas “caídas” como consecuencias de esta trágica y dramática pandemia: los enfermos, jóvenes sin futuro laboral, ancianos, parados…. En este momento emergente es más necesario que nunca ayudar a levantarse a tantas personas caídas como consecuencia de esta crisis sanitaria, social y laboral. Sí, los cristianos debemos sentirnos urgidos por la fuerza del amor a ayudar a superar los miedos que tiene paralizadas a tantas personas; ayudar a afrontar la enfermedad con fortaleza y esperanza; ayudar económicamente a quienes han perdidos su trabajo y se han quedado sin recursos para poder mantener sus familias; ayudar… ¡a quien lo necesite a ponerse en pie!
El Papa termina su Mensaje para la XXIX JORNADA MUNDIAL DEL ENFERMO invitándonos a estar cerca de los enfermos y los últimos: “Una sociedad es tanto más humana cuanto más sabe cuidar de sus miembros frágiles y que más sufren, y saber hacerlo con eficacia animada por el amor fraterno. Caminemos hacia esta meta, procurando que nadie se quede solo, que nadie se sienta excluido ni abandonado” (n. 5).