20/04/2020
Hemos vivido en Cuba, a la par que prácticamente en el resto del mundo, una Semana Santa atípica, diferente, especial, novedosa, inédita, virtual… pero sobre todo íntima, profunda, familiar, espiritual… precedida de una Cuaresma, que fue tomando poco a poco el mismo cariz, y secundada de un tiempo pascual en el que esperamos todo vuelva a la “normalidad”.
Todavía nos parece un mal sueño o el guion de una película fantasiosa lo que estamos viviendo: que un diminuto y microscópico virus haya paralizado al mundo entero de esta manera, provocando un hecho tan insólito como inesperado en la sociedad actual, tan tecnificada y globalizada, provocando un enorme número de fallecidos en varias regiones del planeta y muchos interrogantes, en distintos niveles de pensamiento, a los que unos y otros tratamos de responder.
Un mal, un enemigo, una pandemia de la que no nos han librado las armas, ni la tecnología, ni las investigaciones científicas actuales, ni el poder económico, ni mucho menos el poder político y su eficiencia, que en varios países ha sido fuertemente puesta en entredicho.
De pronto todo el mundo ha sentido la posibilidad de la muerte como algo real, cercano, indiscriminado; ha percibido de cerca el aliento de ese momento final de la existencia que nos cuesta tanto pensar y aceptar. Por los medios de comunicación, tan prolijos y accesibles, hemos tenido noticia de la muerte de personas famosas y también desconocidas, personal de salud que ha dado la vida ayudando a otros, sacerdotes, fuerzas del orden público… y sobre todo ancianos, muchos ancianos, que dramáticamente han llegado al último momento solos, incluso privados de recursos sanitarios en beneficio de otros enfermos más jóvenes, sin la compañía de sus seres queridos, a los que ha habido que incinerar o sepultar precipitadamente, sin rituales ni flores.
Un virus que ha puesto de rodillas al mundo, como decía el cardenal Maradiaga. De rodillas, podríamos entender, en un doble sentido, de humillación y de oración. Ciertamente es una humillación para la arrogante sociedad en la que vivimos, sobre todo la del mundo supuestamente desarrollado, verse confinada e inmovilizada a nivel mundial por un virus que ha obligado al mundo a dejar de mirarse el ombligo y vanagloriarse de sus logros, para recordarnos que somos barro efímero y contingente, bien poca cosa. Y al mismo tiempo, de rodillas, mirando nuestra pequeñez, nos está empujando a mirar a lo alto, al Todopoderoso. Es extraordinario, y lo digo sin ironía, cómo en esta circunstancia se está despertando o desperezando la fe. Al menos entre mis conocidos son muchos, más o menos creyentes o más o menos practicantes, los que me han pedido oraciones, o se han puesto a orar y pedirle a Dios, cada uno a su manera, con sinceridad de corazón, sobre todo cuando tienen enfermo a alguien cercano.
Decía alguien que, en situaciones extremas, emerge del ser humano lo mejor y lo peor, lo más noble, sublime y elevado, y lo más ruin, egoísta o hasta depravado. Lo estamos viendo. Lo segundo produce rechazo y son deplorables las irresponsabilidades y mezquindades de algunos. Pero, frente a ello, impresionan fuertemente, en estos días, los gestos de solidaridad y de caridad de muchos, algunos francamente heroicos. De pronto han saltado a la palestra de la fama historias de médicos, enfermeras, personal de salud, servicios sociales, fuerzas del orden público, sacerdotes, religiosas, voluntarios que lo han arriesgado todo para ayudar en vivo y en directo a los enfermos, incluso contrayendo la enfermedad y muriendo como consecuencia de ella. Y ha sido puesta en evidencia la necesidad de personas y trabajos a los que habitualmente se les concede muy poca relevancia: agricultores, transportistas, barrenderos, servicios de limpieza, abastecimientos, empleados de tiendas de alimentación, etc. Es como un gran baño de realismo: proteger la vida humana y sostenerla es lo primero, lo más importante… quizás se nos había olvidado.
Sin duda esta pandemia, y la reclusión obligada, nos está ayudando a reflexionar con pausa, en una sociedad en la que el vértigo de las actividades cotidianas no nos lo permite, sobre lo que verdaderamente importa; nos está provocando a pensar en los otros, sin prejuicios o distinciones, a crecer en solidaridad; a cambiar nuestra escala de valores, a poner antes a las personas que a las cosas, el sentido y el interés común antes que las ideologías; nos está llevando hacia lo profundo de nosotros mismos, hacia el lugar donde radica el sentido de la vida y el centro de la persona, hacia lo que nos sostiene o lo que nos trasciende, hacia Dios.
Y todo esto en Cuaresma, Semana Santa y Pascua… para el mundo cristiano occidental. Ciertamente nos ha venido como anillo al dedo para poder ver y vivir el momento desde la fe y la confianza en Dios Padre rico en misericordia. No hay nada ni nadie que no esté bajo la atenta mirada de Dios. Sí, así es; y ciertamente desde el sentido común y desde la fe, hemos de mirar toda esta tragedia con positividad y esperanza. En el refranero ancestral encontramos los dichos de que “no hay mal que por bien no venga” ni “mal que cien años dure”. En Cuba también se escucha eso de que “lo que sucede, conviene”. Dice San Pablo en la carta a los Romanos que, “a los que aman a Dios, todo les sirve para el bien”; para el creyente en Cristo todo es gracia, todo es don, también la desgracia.
El “quédate en casa” como lema del aislamiento social, método básico de prevención del contagio, también llegó a Cuba a finales de la Cuaresma, en vísperas de la Semana Santa. Hemos tenido un final de Cuaresma sin celebraciones penitenciales, ni retiros espirituales, ni Viacrucis comunitarios o procesionales… con muchos encuentros y reuniones suspendidas. Una Semana Santa con iglesias cerradas, sin el guano bendito del Domingo de Ramos, sin procesiones ni rezos públicos, sin conciertos musicales, ni Monumentos, ni lavatorio de los pies… es decir, sin todo aquello que, año tras año, estábamos acostumbrados a ver y participar. Pareciera como si, con ello, se nos hubiera privado de un derecho o un deber, de una necesidad, de algo vital para nuestra fe.
Sin embargo, la iniciativa de muchos sacerdotes y laicos, muchos de ellos jóvenes, ha propiciado que la celebración de la Misa y otros actos religiosos y oracionales, como la exposición del Santísimo, la Hora Santa, el Rosario, el Viacrucis, sin dejar de celebrarse en privado, hayan llegado a la gente de la comunidad a través de internet u otros medios. Ciertamente en Cuba el desarrollo tecnológico y la accesibilidad a los medios es más limitada que en otras partes, pero no por ello se han dejado de hacer. La televisión pública ha estado retransmitiendo la Misa dominical desde el Santuario del Cobre y las emisoras de radio locales, en diversos momentos, han ofrecido a la audiencia los mensajes de los respectivos obispos. El sonido de las campanas a la hora del Ángelus o en el momento de las celebraciones a puerta cerrada sigue recordando a todos que, a esa misma hora, el sacerdote está orando y ofreciendo el sacrificio eucarístico por ellos. También las campanas, en algunas iglesias, se han sumado al aplauso solidario y agradecido a quienes se sacrifican por los demás, particularmente los trabajadores de la salud.
El lavatorio de los pies a los discípulos del Jueves Santo, gesto por el que Jesús nos indica el camino de la caridad fraterna como esencial distintivo de nuestra condición de cristianos, se ha prolongado y proyectado en multitud de gestos solidarios y de caridad que la institución de Caritas en cada país está desarrollando, también en el nuestro. No es exagerado decir que la Iglesia católica en estos días se está volcando en la atención a muchos desfavorecidos y descartados de la sociedad, acogiendo, ofreciendo alojamiento, alimentación y todo tipo de atenciones de primera necesidad. Son incontables las múltiples iniciativas puestas en marcha.
Por internet también nos han llegado multitud de esquemas celebrativos para vivir la Semana Santa en casa. Es pronto para saber qué incidencia real ha tenido eso, o cómo verdaderamente se ha celebrado y vivido la Semana Santa en el hogar, en la familia. Pero lo cierto es que esta realidad nos ha empujado a recordar que la Iglesia no son los templos, sino que cada uno de nosotros, por el bautismo, somos Iglesia, templos vivos desde donde adorar al Dios vivo y verdadero en espíritu y verdad. Y que cada casa, cada hogar, puede convertirse en maravilloso templo de la iglesia doméstica que es cada familia cristiana.
En el Evangelio del tercer domingo de Cuaresma, Jesús le recordó a la Samaritana eso mismo: “Se acerca la hora, ya está aquí, en que los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que le den culto así”. Quizás ese momento ha llegado… sin una fe vivida y celebrada en lo profundo de nuestro corazón, en el silencio de nuestros habitáculos, en la oración personal o en familia, en la sencillez y simplicidad de nuestros hogares, difícilmente las celebraciones litúrgicas comunitarias en nuestros templos, más o menos grandes o majestuosos, serán expresión viva de fe y relación personal con Jesucristo, crucificado y muerto por nuestros pecados, resucitado y glorioso, que nos ha prometido estar con nosotros siempre. Esto no significa devaluar la celebración pública de la fe o que debamos privatizar la relación con Dios o reducirla al ámbito de la conciencia, de los sentimientos o la subjetividad de cada uno; significa más bien hacerla crecer hacia dentro en verdad y autenticidad, enraizarla en lo profundo para que sea más fecunda, para que cuando oremos con los labios oremos sobre todo con el corazón.
Si la pandemia ha de provocar reflexiones muy serias y cambios de actitudes en el mundo actual a todos los niveles –todos dicen que nada será igual a partir de ahora– esta experiencia también debiera ayudarnos a los cristianos a profundizar la vivencia de nuestra fe y nuestra relación con Jesucristo, para no reducirla al culto público o a los rezos, para no limitarla a ciertos lugares o momentos, para vivir la presencia de Dios y su acompañamiento en cada instante, en el silencio de las horas y de los días, en la contemplación de la creación y en el respeto a la naturaleza, en el trabajo cotidiano sacrificado y bien realizado, en el respeto profundo a la vida y a los demás, en la apertura a las necesidades de los más pobres o desfavorecidos, en la deuda constante con la verdad, en el sentir permanente que Dios está siempre presente allí donde estoy, cuando obro bien y cuando no también.
Si Pascua significa paso… esto está siendo, o debiera ser, un paso de Dios por nuestras vidas; si Pascua significa resurrección, esto nos ha de llevar a resurgir en nuestra cotidianidad de un modo nuevo y distinto, profundo, atemperado, mirando con más autenticidad a las personas, dando el valor justo y equilibrado a lo que ocupa nuestro tiempo. Qué maravilla si una criatura tan minúscula, pequeña y hasta maligna como el virus, pero criatura a fin de cuentas, puede empujarnos a lo más Alto, a lo más Grande, a lo más sublime, a Dios, Padre de todos, Creador del universo y Señor de la historia. ¡Felices Pascuas!