27/04/2020
“Si el afligido invoca al Señor, Él lo escucha” (Salmo 33)
Lo primero de todo sea el manifestar mi sintonía humana y mi comunión cristiana para con todas y cada una de las personas y colectivos que están sufriendo con tanta dignidad y en silencio casi sacramental los estragos que siempre van asociados a toda calamidad y pandemia de estas proporciones, como lo es ésta que ahora nos ha correspondido. Los cristianos lo hacemos o debemos hacerlo identificándonos con la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo; con su Pascua. Para todos ellos y con todos ellos mi gratitud más profunda.
A continuación diré que ya no sé si voy por el tercer o cuarto borrador para poder dar cuerpo a estas Impresiones. Quizás esto diga ya bastante de lo enrevesado que me está resultando hacerlo, no tanto por la forma cuanto por el fondo. Lo que más me preocupa es el fondo.
También convendrá decir que si esto sale a la luz es porque me lo han suplicado y no porque yo lo haya pretendido, aunque ganas y motivos no hayan faltado.
Y ya, sin más, intentaré insinuar y resumir los puntos más llamativos, impresiones y sentimientos, que yo, personalmente, estoy experimentando en esta hora de dolor y de Gracia. Y todo ello, como es lógico, con las debidas cautelas.
Todavía sigo sin comprender el por qué la mayor parte de las Diócesis -si así hubiera sido- tomaron la decisión de cerrar los templos al culto público durante esta pandemia del Coronavirus. ¿No hubiera sido mejor coordinar conjuntamente la gestión de esta decisión a nivel de Conferencia Episcopal con el fin de conciliar debidamente el esencial derecho a la Libertad Religiosa con las, también imprescindibles, obligaciones inherentes al Real Decreto de Estado de Alerta? Más aún: ¿No habría sido fundamental que la decisión final que hubiese tenido que tomarse, como más conveniente, hubiese sido fruto de un elemental diálogo con los más directos responsables del Gobierno de la Nación? ¿No se habrían evitado así sucesos tan dolorosos y reprobables como los ocurridos en la misma catedral de Granada y en tarde tan señalada como lo fue la tarde del Viernes Santo, con repercusión posterior similar en otros lugares, como lo fueron San Fernando de Henares, Valencia, Cueva Santa de Oviedo, Tenerife, Sabadell, Alicante…
Confieso mi perplejidad y mi dolor contenido al leer el titular de un periódico: “La Policía Nacional desaloja la Catedral de Granada durante la celebración del Viernes Santo” y como subtítulo: “En paralelo, se han cancelado otras celebraciones en parroquias de la capital”. “Lo siento; nosotros hemos hecho esto con la mejor intención, apoyándonos en el Decreto anterior cuyo Artículo 11 decía que en las iglesias, según su tamaño, podrían estar cierto grupo de personas siempre que se guardasen las Reglas. Nos dicen que han llamado a sus superiores, que les han dicho que no… Obedecemos la Ley”. Estas apesadumbradas palabras del obispo de Granada, pidiendo perdón sin tener por qué pedirlo, me turban y conmocionan las entrañas cada vez que las escucho.
Yo también me he sentido humillado. ¿Es que no podría haberse evitado todo esto? Tal es el confusionismo y discordancia que, aparentemente, existe en lo que el mismo Real Decreto dispone a este respecto dentro de su mismo articulado, y tal es el desajuste que, igualmente, se observa entre lo que este Real Decreto pide y las diversas pautas dadas por las distintas Diócesis, que no es de extrañar que ocurran sucesos como estos. Más todavía: ¿Por qué la decisión tomada unilateralmente por parte de algunas Diócesis de cerrar los templos si ésta es o debe ser -siempre lo ha sido- una hora de Templos abiertos? ¿Dónde queda la libertad religiosa de culto? Y ¿por qué cerrar los templos si la realidad es la que es sin que haya peligro alguno de que se saturen de gentes, dada su extensa capacidad de acogida y la habitual escasa asistencia de fieles? Exceptuadas las Ceremonias Fúnebres de Exequias y Celebraciones similares no habría peligro alguno en mantener las distancias reglamentadas y demás requisitos legales.
Podemos coincidir todos en que las Nuevas Tecnologías son sumamente importantes y hasta necesarias. Todos tendríamos que saber utilizarlas y disponer de medios y personas que lo posibilitaran pero, aun así, tendríamos que saber utilizarlas con dignidad y con la mesura y delicadeza que corresponde.
Un día, por curiosidad, me puse a ver una de estas Misas y no he quedado para repetir. ¡Lamentable!, desde mi punto de vista. Y no tanto por el empeño y la buena voluntad que el celebrante ponía en ello, que eran muchos, sino por los penosos resultados conseguidos. ¡Bendita y alabada sea esa buena voluntad! pero hay que atenerse a los resultados y sus consecuencias, que tantas veces vienen a ser desastrosos. Estas herramientas suelen ser tan poderosas que, si se abusa de ellas o no se acierta a tratarlas con la debida cordura, de tal modo suele cargarlas luego el mismo diablo que te vienen a estallar en las mismísimas manos. Son instrumentos que reclaman medios y personas mínimamente instruidas y sensatas que sepan acompañarlas para que la Celebración pueda rezumar un mínimo de dignidad. No basta con la sola buena voluntad del celebrante. Y si esto no fuera posible, mejor no hacerlo. Podríamos invocar en su beneficio la cercanía y familiaridad para con los feligreses propios de la Parroquia pero, aun así, siempre tendríamos que salvar el peligro inherente de estériles protagonismos exhibicionistas y personalismos y ‘parroquialismos’ ya caducos.
La cultura y el tiempo en los que nos ha tocado vivir son cada vez más frívolos y superficiales; en nada se parecen ya a los de nuestros mayores, que disponían de muy pocos recursos pero que sabían ser dueños de una responsabilidad y madurez exquisitamente sólidas.
Hoy lo que se lleva es motivar frívolamente a la gente a base de sibilinos impulsos de propaganda y publicidad. Lo que cuenta es mover y motivar, zarandear y despersonalizar. No importa el cómo. Viene a configurarse así un tipo de persona pobre, infantiloide, frígida y acusadamente superficial, acostumbrada a moverse de rutina, sin responsabilidad alguna, en función de lo que les digan mediante bien estudiadas técnicas y consignas.
Siempre me ha preocupado y entristecido este tipo de cultura: cultura de bocadillo y frases hechas; de pan para hoy y hambre para mañana. También hoy, cuando tan necesaria es la responsabilidad en profundidad, continuamos viendo y asombrándonos con tristeza cómo suele recurrirse, arbitraria y livianamente, a este estilo de motivación. “Quédate en casa”, “Todo va a salir bien”, “Sal al balcón a las ocho”, “Resistiré”… y un sinfín de frases hechas y ‘tics’ por el estilo.
También hoy esto me sigue causando mucha pena y me hace sufrir mucho. Y no porque la motivación sea mala –que no lo es- sino por su abuso y este modo tan ruin de hacerla y de presentarla que, en mi opinión, amodorra e infantiliza tanto y tan inmisericordemente al hombre, cuanto más maduro necesita ser en esta hora precisa de la vida y del mundo. Suele suceder que una comunidad de personas que se siente, ineludible y repetitivamente, impulsada a tener que recurrir a este sin fin de ‘mantras’ y consignas para poder sobrevivir es muy probable que ya no sea capaz de ofrecer la más mínima resistencia; su veleidad, su volubilidad, su falta de tenacidad, la ha llevado a ser irremediablemente frágil y fatalmente vulnerable. “Modernidad líquida”, “sociedad líquida”…“amor líquido” lo llaman actualmente muchos a este fenómeno. Si así fuere, y es muy probable que lo sea, ¿de verdad “Resistiré”?, ¿en verdad resistiremos?
Así lo hilvanaba el gran Lope de Vega en su “Dorotea”. Los días inmensos de esta prolongada Cuarentena se nos van haciendo ya penosos y excesivamente largos a la par que se nos desvanecen como un mal sueño. ¡Como tantas otras cosas, Señor! ¿Qué estamos haciendo? ¿Cómo lo llevamos? ¿Cómo nos estamos organizando? ¿Cómo nos estamos comportando?… Son preguntas que, explícita o implícitamente, y no en balde, todos nos estamos formulando e intercambiando. Son las preguntas que Tú mismo, Señor, nos haces y que nos interpelan en lo más profundo de nuestra existencia. ¿Estaremos haciéndolo con rectitud evangélica, como Tú mismo nos invitas a hacerlo? ¿O nos estaremos quedando, una vez más, en el simple y escueto protocolo de la pregunta? Tú bien lo sabes, Señor. Y bien sabemos también nosotros que no nos pides más de lo que cada uno podamos dar. Cada uno con la Gracia de los Carismas que Tú mismo, con tu Pascua, has querido entregarnos y nos has encomendado para que vayamos a esta Nueva Galilea. Y ahí andamos, Señor. Ahí te encontraremos. No podrá ser de otro modo.
Yo, por mi parte, hoy, una vez más, cuando ya vayan a ser las doce, como cualquier otro día, interrumpiré mis ocupaciones y me acercaré de nuevo al templo de esta iglesia peregrina, en este diminuto pueblo de este incomparable Campo Charro de Salamanca donde un día me pusiste y en donde llevo ya tantos años. Me pondré en silencio junto a tu humilde Sagrario y ya no tendré necesidad de decirte nada; solo estar contigo, Señor. Sé muy bien que Tú ya sabes de lo que necesitamos. Haré sonar de nuevo la campana gorda del campanario. Yo no necesito que suene pero lo haré con gusto para unirme también a otros hermanos en un gesto de comunión fraterna. Honraremos así a tu Madre y nuestra Madre. No serán todos los que, al oírla, lo hagan, Señor, como Tú y yo quisiéramos, pero siempre quedará alguien que, como cuando Tú me trajiste a este pueblo, al sentirla y escucharla, se alegrará y podrá decir también, como aquella vez: “Yo no lo necesito; pero me gusta escucharla y que suene”. Pues eso, Señor: ¡que suene! Y que todos tengamos ocasión de oírla. Tal vez así la escuchemos. Será la novedad de esta Pascua: la Pascua del Coronavirus.
Luego, a continuación celebraré Tu Eucaristía en el altar de este mismo templo. Me veré y sorprenderé otra vez yo solo y, de pronto, todo me parecerá absurdo, como aquella primera vez que lo hice; pero no tengas miedo, Señor, que ya voy teniendo experiencia y sabré reconocerte. Además, tengo la certeza de que Tú también me reconocerás. Con eso me basta. Sabes que ya me voy acostumbrando a hacerlo de esta manera. Es también un modo muy hermoso de hacerlo; muy propio de esta generación que nos ha caído en suerte. Me veré y me contemplaré yo solo frente a ese montón de bancos, grotescamente vacíos y sin fin, de ésta elemental y rústica iglesia donde, años atrás, se sentaban y se ponían de rodillas y de pie tantas buenas gentes de este pueblo, que ya hoy no lo están pero cuyos rostros sigo conservando para siempre en la memoria.
Me uniré así a otros hermanos, aunque tenga que ser de este modo, en la distancia, y rezaremos al unísono. Rezaremos por tantos y tantos difuntos de esta escatológica pandemia que quizás no hayan podido tener quien les rece. Sus familias lo notarán. Estarán muy afectadas por el dolor y el sufrimiento provocados por este trance pero podrán experimentar así algo especial en sus martirizadas y extenuadas entrañas. Y no dejes nunca, Señor, de poner tu poderosa y sabia mano sobre quienes les ha tocado, también en suerte, el tener que encabezar y gestionar, tenaz y sabiamente, todo este tinglado en el que Tú mismo has querido meternos y con el que Tú mismo, también, has querido venir a hablarnos. Confiamos en que de él Tú también nos sacarás mucho más rejuvenecidos.
Comprenderemos, entonces, que todo habrá sido para nuestro bien. Todo habrá sido Pura Gracia. ¡Bendito seas por siempre, Señor!