14/10/2019
En la Plaza del Peregrino, junto a la basílica de Santa Teresa de Alba de Tormes (Salamanca), se coloca en 1977 un monumento dedicado a Santa Teresa de Jesús, diseñado por el salmantino Venancio Blanco, de Matilla de los Caños. El escultor responde a un encargo solicitado por la Hermandad de Santa Teresa, presidida por el entonces párroco de Alba, D. Florentino Gutiérrez, y sufragado gracias a una cuestación popular. En el contrato, firmado con el escultor en 1977, se le pedían fundamentalmente dos cosas: poder pagar el importe según la aportación de la gente; además, tenía que estar terminada la escultura antes del 15 de octubre, para ser inaugurada en la festividad de Santa Teresa de ese mismo año. En un documento escrito, conservado en la parroquia de Alba, se detallan todos estos datos, también lo que se entregó a Venancio Blanco, fruto de la recaudación popular: ochocientas mil pesetas. El importe total, dos millones quinientas mil pesetas, debería abonarse según fuera aportando la gente. Por eso, cuando la pieza estaba a punto de salir de la fundición, el mismo escultor entusiasmado se refería a ella como el resultado «de todo un pueblo puesto en pie para costear este monumento». Sin embargo, al principio fue una obra polémica, no fue aceptada del todo, pues se salía de la representación estética del barroco o el romanticismo de Santa Teresa a la que se estaba acostumbrado el gusto de la gente. El paso del tiempo ha demostrado su gran valor artístico y, por lo tanto, la aceptación popular ha ido creciendo poco a poco, hasta el punto de ser el lugar favorito de los peregrinos para fotografiarse a la llegada o salida de Alba de Tormes. Se trata pues de una obra realizada en 1977 que, como suele suceder tantas veces con los artistas y sus obras, se adelanta a su tiempo, pero ahora conecta perfectamente con la sensibilidad estética de la humanidad del siglo XXI.
El interés de Venancio Blanco por la personalidad de Santa Teresa queda patente en su enorme producción escultórica dedicada a ella, la última realizada casi cuarenta años después para el Museo Carmelitano de Alba de Tormes, en este caso la representa bajo la imagen de mujer andariega. El monumento de la Plaza del Peregrino de Alba, de tres metros y medio, muestra cierto barroquismo en su concepción. El mismo Venancio Blanco se considera a si mismo como un escultor en continuidad con las representaciones de Gregorio Fernández o Bernini. Como ellos, quiere resaltar la inspiración divina de Teresa, de ahí la presencia descendente de paloma del Espíritu Santo, sujetando el libro de sus escritos, y con ropajes amplios de un cuerpo abierto, que nos siguen transmitiendo la fuerza y la profundidad de la mística castellana. La imagen, con ese libro entre las manos, también parece, como la de San Francisco en la capital salmantina, tener alas, en este caso «en los vuelos de su capa carmelita», tal y como señala el poeta y escritor Luis Jiménez Martos al describir esta obra.
En esta gran escultura de la santa andariega se recogen dos sentidos relacionados con la plástica: lo estático y lo dinámico. Lo primero tiene que ver con el sentido de lo contemplativo, y lo segundo, con la actividad que la santa desarrolló por medio de su renovación carmelitana y eclesial. Dos ideas que une Venancio Blanco magistralmente y pueden conjugarse a la vez en una sola representación estética, a través de los espacios llenos y vacíos. La solución definitiva del escultor representa a una figura con los faldones de su hábito recogidos bajo el brazo, tal y como hizo Gregorio Fernández, mientras el escapulario se hace en paralelo con el movimiento del pie izquierdo, que apunta bajo el hábito. Se consigue así ese aspecto de mujer dedicada a la oración y a la contemplación, pero a la vez andariega, desarrollando una actividad extraordinaria y continua para conseguir el triunfo de la reforma carmelitana contra la falta de medios y la incomprensión de sus superiores, las jerarquías eclesiásticas y las autoridades civiles. A su vez, los huecos llenan de espiritualidad al bronce, que parece que iniciara un leve vuelo hacia lo alto.
Y, por último, la lectura del libro y la compañía del Espíritu Santo la convierten en doctora de la Iglesia, pero no de aulas y de birretes, sino de los caminos nuevos abiertos tras Jesús. Doctora en el silencio, en la abstinencia, en la pobreza de Cristo, en la Eucaristía, en la fraternidad. Doctora en la ternura de Dios y en la compasión con los hermanos. Detalles todos que se recogen mejor que en ninguna parte en el rostro, en el que concentra Venancio toda su expresión, en el que se percibe a la vez el cansancio, la tensión y la serenidad. Parece como si el escultor dispusiera en la cabeza de la santa un escenario en el que ella misma actúa, en el que permanece y en el que nada de lo que le ocurra le es indiferente o se le escapa. El rostro expresionista de santa Teresa se debate en un contraste entre la serenidad, propia de su vida contemplativa, y la fuerza de una mujer recia que sabe enfrentarse a los problemas del mundo y de la Iglesia, confiando plenamente en el “libro vivo” del Evangelio de Jesús.