31/05/2020
Celebramos con este Domingo la solemnidad de Pentecostés, terminamos por todo lo alto las fiestas de Pascua. El gran don de Cristo resucitado es el Espíritu Santo. El amor del Padre, por medio del cual resucitó a su Hijo Jesús, y el amor del Padre y del Hijo dan vida, alientan, iluminan y encienden a su Iglesia en la comunión y la misión. Al ser Pentecostés la fiesta del Espíritu Santo, vamos a acercarnos hasta una iglesia de Salamanca que lleva su nombre, la Iglesia del Espíritu Santo, en cuyo retablo mayor aparece representada como escena central el día de Pentecostés. Muchos desconocen la titularidad de esta iglesia, porque la llamamos la Iglesia de la Clerecía, debido a que, tras la expulsión de los jesuitas de España en 1767, pasó a ser propiedad y sede de la Real Clerecía de San Marcos.
La Iglesia del Espíritu Santo o de la Clerecía fue ideada y edificada, a principios del siglo XVII, para formar parte del conjunto de un Colegio donde instalar a la Compañía de Jesús en Salamanca, bajo el apoyo de la reina Margarita de Austria, esposa de Felipe III. Se eligió uno de los lugares más destacados de la ciudad, el teso o cerro de San Isidro, donde se encontraban unas casas cedidas por el obispo de Coria, don Francisco de Mendoza. En este lugar deberían formarse los jóvenes seminaristas jesuitas, para difundir las enseñanzas de la Iglesia, es decir, la doctrina del Concilio de Trento. Aquí recibirían una formación encaminada a detener la división sufrida en la Iglesia, debido a la ruptura del protestantismo, y a extender el Evangelio por el nuevo mundo, que aún seguía descubriéndose.
Las trazas del Colegio se debieron a Juan Gómez de Mora, aprobadas en 1617, concebido desde un punto de vista posherreriano es un ejemplo espectacular del estilo barroco. Entre 1642 y 1673 se levanta la iglesia dedicada al Espíritu Santo, la tercera persona de la Trinidad, pues los jóvenes jesuitas, tras largos años de formación y espiritualidad, vivían dentro de estos muros la experiencia de la Iglesia en Pentecostés, el momento en el que el Espíritu Santo puso en pie a la Iglesia para salir al mundo. Lo que se buscaba era que los seminaristas experimentaran un Pentecostés renovado, gracias a sus estudios y a su oración.
Una vez terminada la iglesia en 1673, hubo que decorar la capilla mayor con un grandioso retablo, cuyas trazas se deben a Juan Fernández, las esculturas y relieves a Juan Rodríguez, discípulo de Gregorio Fernández, y a Juan Petí, y el dorado y policromado a Blas Solano. Pero, antes se estudió bien el programa iconográfico del retablo, había que resaltar por medio de sus imágenes tres dimensiones importantes: la doctrina sobre el sacramento de la Eucarística (presencia real de Cristo y transustanciación), el valor del carisma de los jesuitas, como don de Dios para su Iglesia, y, finalmente, el sentido de los años de formación de los seminaristas. Por este motivo, se pidió a este grupo de artistas que realizara un retablo que destacara la Eucaristía con un solemne tabernáculo sobre el altar para la exposición del Santísimo, y cuatro grandiosas columnas salomónicas con decoración de racimos de uvas; en el ático un relieve de San Ignacio redactando las Constituciones de la Compañía inspirado por la Virgen María en presencia de la Trinidad; y, para la escena central del retablo, un alto relieve con Pentecostés, manifestando la advocación del templo al Espíritu Santo, verdadero protagonista en la formación y misión de los jesuitas. El retablo fue terminando en 1677, cuatro años después de su encargo.
El salmantino Juan Rodríguez fue el escultor al que se le confía tallar el alto relieve de Pentecostés, recordando a aquellos que realizó años atrás su maestro Gregorio Fernández, por ejemplo, salvando las diferencias de calidad, el de la Iglesia de la Santa de Ávila. El escultor Juan Rodríguez intenta reproducir y narrar en imágenes, desde el imaginario colectivo y lo que está escrito en el capítulo dos de Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 2, 1-4), lo que sucedió el día de Pentecostés: los discípulos de Jesús están reunidos en el cenáculo (v. 1), hay un estruendo de viento en el cielo (v. 2), las lenguas de fuego se posan sobre cada uno (v. 3) y se llenan del Espíritu Santo (v. 4). Divide la escena en dos horizontalmente, los dos tercios inferiores están reservados para María, la madre de Jesús, colocada en el centro de la composición, y ambos lados, dispuestos simétricamente, los discípulos; y en el tercio superior se representa el cielo por medio una gloria con nubes, agitadas por el viento, de las que salen rayos de luz y fuego, sobre la nube central se manifiesta el Espíritu Santo, que es representado bajo la forma corporal de una paloma que desciende del cielo, siguiendo más aquí la escena del Bautismo de Jesús (cf. Lc 3, 22).
Nos sorprende que a ambos lados de María se encuentren no solo los apóstoles sino también otras personas, como una mujer, es la manera de decirnos que aquí está reunida toda la Iglesia, aquellos que siguieron a Jesús hasta el fracaso de la cruz y la victoria de la mañana de resurrección. El aliento del Espíritu, que mueve las nubes, y las llamaradas de fuego, descienden sobre la Iglesia, reunida con María en el cenáculo, eso hace que contemplemos a unas figuras que elevan a lo alto sus manos y rostros, y se hinchen y agiten sus ropajes por el viento.
La fuerza del amor de Dios, que es el Espíritu, alienta, penetra y llena de vida al grupo, que se encontraba encerrado por su debilidad y temor, para salir al mundo. Sobre el regazo de la Virgen María se encuentra un libro abierto, es el Evangelio de Jesucristo. El don del Espíritu es el que capacita a la Iglesia para realizar la tarea de ser testigo de Jesús hasta el confín de la tierra: “recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos… hasta el confín de la tierra” (Hch 1, 7-8).
La escalinata, visible bajo los pies de María, está para ser bajada, el camino de la misión en el mundo ya está abierto y empezado por Jesús, que va a la cabeza de su Iglesia, cuatro son los peldaños que hay que descender, como cuatro son los evangelistas, representados sobre las columnas de este retablo, que nos muestran por medio de sus obras las huellas que hay que seguir detrás de Él.