10/12/2019
El Domingo II de Adviento coincide este año con el día 8 de diciembre, por lo tanto celebramos la solemnidad de la Inmaculada Concepción. Nadie mejor que María para ayudarnos a preparar la venida de Cristo. Una de las imágenes más sobresalientes de nuestra diócesis es la Inmaculada Concepción de la capilla de la Vera Cruz de Salamanca, realizada por el escultor Gregorio Fernández entre 1620 y 1622. El voto del juramento de la ciudad y la Universidad en 1618 reavivó en la sociedad salamantina su fe en la Inmaculada Concepción. Esta advocación mariana de una Cofradía penitencial dedicada a la Vera Cruz, fundada en 1506, se debe a que en 1532 se fusiona a otra, la de Nuestra Señora de la Concepción.
Por motivos económicos la escultura fue encargada al artista salmantino Pedro Hernández, bajo la condición de que fuera igual a una de las primeras inmaculadas que el maestro Gregorio Fernández realizó en 1617 para el Convento de San Francisco de Valladolid. La actividad del taller de Pedro Hernández retrasaba la entrega y, ante el cansancio de la espera, la cofradía acudió finalmente al maestro Fernández en 1620. La imagen fue recibida con gran entusiasmo en 1622.
Gregorio Fernández tuvo que enfrentarse al reto de convertir en imagen una afirmación de fe. Partió de los dos modelos tradicionales inspirados en la Escritura. María es la mujer del Apocalipsis y la Tota Pulchra del Cantar de los Cantares. De este modo, contemplamos elementos descritos en el libro del Apocalipsis: “Apareció en el cielo una señal grande, una mujer envuelta en el sol, con la luna bajo sus pies y sobre su cabeza una corona con doce estrellas” (Ap. 12, 1). Los rayos dorados, unos curvos por ser el fuego y otros rectos por ser la luz, rodean por fuera a la talla en una especie de mandorla, representando al sol de la gloria de Dios que envuelve a la mujer apocalíptica. A los pies apreciamos con cierta dificultad la luna, pues ha sido pintada con una corla oscura. La cabeza tiene corona, decorada con pedrería de cristales de varios colores y esmaltes ovalados, de la que salen rayos de luz rematados con las doce estrellas. A su vez, la orla dorada del manto, pintada por Antonio González, tiene unos medallones dedicados a algunas de las letanías del Cantar de los Cantares: el pozo, porque María contuvo en su seno a la verdadera agua que da la vida; la torre de David, porque es la Madre del Mesías; la fuente, porque de ella ha brotado Jesucristo, aquel que calma para siempre nuestra sed; el ciprés, porque es la primera en participar en cuerpo y alma de la inmortalidad y resurrección de Cristo; la palmera, ya que es imagen del triunfo de la salvación de Dios; el sol, porque refleja mediante sus virtudes a su Hijo, el sol que nace de lo alto; y finalmente está pintada la serpiente del Paraíso con el fruto del pecado en su boca, porque María es la nueva Eva, concebida sin pecado para acoger y darnos a Jesús, el Nuevo Adán y el fruto salvador
Sin embargo, Gregorio Fernández dejó su sello personal en la imagen de la Vera Cruz de Salamanca, pues reconocemos y distinguimos el modelo propio e inconfundible que creó para sus inmaculadas. Representó sus esculturas con más connotaciones simbólicas y místicas que naturalistas, de ahí que la figura esté cubierta y enmarcada dentro de la forma de un triángulo áureo que conforma su manto. Se trata de una alegoría a las tres personas divinas de la Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. El manto de María es semejante a la bóveda estrellada del cielo, donde habita Dios. Así fue como quiso el escultor que apareciera la Virgen Inmaculada, revestida de Dios mismo, participando plenamente de su gracia y santidad: “Así pues, como elegidos de Dios, santos y amados, revestíos de compasión entrañable, bondad, humildad, mansedumbre, paciencia” (Col. 3, 12). La parte posterior el manto se recoge elegantemente con un alfiler, según la moda de las damas de la época, dando volumen por detrás, confirmando así el destino procesional de la talla.
El manto se abre por delante dejando a la vista una bella túnica blanca y dorada, decorada ricamente y atada sobre su cintura con un cíngulo que se vislumbra entre las mangas, como corresponde a Madre que albergó en su vientre al Hijo de Dios. Entre los pliegues, duros y metálicos, de nuevo el pintor Antonio González supo desplegar su talento artístico. El espacio está dedicado a mostrar que María es Inmaculada, por eso tuvo todas la virtudes para acoger a Cristo. De ahí que aparezcan las tres virtudes teologales y alguna virtud cardinal. La esperanza, reconocible por el atributo del ancla; la caridad está rodeada de niños a los que protege y cobija con su amor maternal; y la fe sostiene el cáliz y la forma consagrada de la Eucaristía y la cruz del Señor, símbolos que condensan el credo cristiano. Por debajo del manto distinguimos la virtud cardinal de la fortaleza, portando la columna que la caracteriza. Alternando simétricamente, en el interior de unos óvalos rodeados de roleos vegetales, aparecen cinco escenas de la vida de la Virgen, entresacadas de los evangelios canónicos y apócrifos, alusivas a la práctica de esas virtudes: la Presentación de María en el Templo; los Desposorios con San José; el abrazo de Joaquín y Ana ante la Puerta Dorada; la Anunciación y el Sueño de José.
Contemplar la imagen de la Inmaculada de Fernández debe ser vivido como renovación y anticipo de la humanidad nueva en Cristo: “Si alguno está en Cristo es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo” (2 Cor. 5, 17).