29/05/2019
Con la solemnidad de Pentecostés culminamos las fiestas de la Pascua, en la Liturgia de la Palabra de este día descubriremos, una vez más, que el gran don del Resucitado es el Espíritu Santo. De nuevo escucharemos el texto del evangelista san Juan (cf. Jn. 20, 19-23), pero esta vez nos detenemos en la primera aparición, aquella en la que el Resucitado sopla su Espíritu sobre sus discípulos. Desde la luz de este Evangelio, se pintó una de las tablas del último cuerpo del Retablo de la Catedral Vieja. Es una de las obras que realizó Nicolás Florentino, se nota en muchos detalles: el tratamiento anatómico del cuerpo de Cristo, bien proporcionado y de formas modeladas, solo es comparable anatómicamente al Cristo Juez del Juicio Final; la caracterización individual de cada personaje, con un gran muestrario de gestos y caras personalizadas; la forma de las túnicas y mantos de los apóstoles y Jesús, en las que hay un mayor volumen; y el marco arquitectónico de la casa donde sucede la aparición del Resucitado, en el que se usa la perspectiva en el suelo y techo, cuyas líneas convergen en la cabeza de Cristo. El estilo de Nicolás tiene que ver más con el humanismo del Renacimiento que con el Gótico Internacional de sus hermanos Daniel y Sansón. Cada ser humano, creado a imagen de Dios, es importante e irrepetible, y el espacio del mundo, ya no es el valle de lágrimas de medievo, sino que es el lugar donde vive y descubre sus potencialidades y grandeza.
El tema de la tabla, tal y como la vemos representada, en la que Cristo resucitado levanta su brazo y enseña su costado, para permitir que el apóstol incrédulo meta la mano, ya aparece en el siglo V en un díptico de marfil que se encuentra en Milán. Posteriormente, a lo largo de los siglos, los distintos estilos artísticos han abordado este argumento en sus obras, por ejemplo, el relieve románico de Santo Domingo de Silos o las pinturas góticas de los evangeliarios. Sin embargo, la distribución de los apóstoles, en dos grupos a ambos lados del Resucitado, según se encuentra en la tabla de Salamanca, no se aparta apenas, salvo el desnudo del Resucitado, del modelo de Duccio para el retablo de la Maestá de Siena. Pero los antecedentes hay que buscarlos más atrás, ya que Duccio está influenciado por las representaciones del arte bizantino, donde los apóstoles se reparten simétricamente en torno a la figura central de Cristo. Aunque en la tabla de Salamanca las figuras de Cristo y los apóstoles están situadas en el bastidor arquitectónico de la casa, sin embargo parecen disociadas de este espacio, adquieren valor en sí mismas, Nicolás Florentino se acerca con esta obra al tratamiento intimista de los personajes de Masaccio.
Como en “El lavatorio de los pies”, el hecho transcurre en una casa con un patio interior y una galería. La casa se concibe como el decorado de un escenario, en el que los personajes entran por las puertas laterales para actuar. Jesús y el apóstol Tomás son los protagonistas de la representación, por eso, ocupan el centro y están insertos dentro de la forma de un triángulo, que tiene su ángulo superior en el pilar central de la galería. La mediatriz del triángulo es el centro de la circunferencia a la que está sujeta la figura del apóstol Tomás. Por encima un techo de madera con casetones cuadrados y, por debajo, un suelo de losas también cuadradas, estos dos elementos arquitectónicos están trazados desde las líneas de perspectiva, que tienen su punto de fuga en la cabeza de Cristo. El eje de simetría de la composición está en la llaga abierta del costado, donde el apóstol incrédulo, invitado por el gesto del brazo levantado del Resucitado, introduce dos dedos de su mano derecha. Estamos ante una de las mejores obras realizadas del retablo, ya que el artista se sirve de sus conocimientos técnicos, para que nuestra mirada se centre en el rostro del Resucitado, que sopla el Espíritu Santo, y en la llaga abierta del costado, a la que es invitado el apóstol a meter su mano.
Nicolás Florentino recoge en imágenes todos los detalles descritos en el Evangelio en la primera aparición. Jesús se figura de mayor tamaño, con el cuerpo resplandeciente y cubierto con una capa blanca, ya que estamos delante el Señor Resucitado. La aparición sucede en el interior de una casa, donde se esconden los apóstoles por miedo a los judíos. Jesús se pone en medio de ellos y les saluda diciendo: “Paz a vosotros”. Les enseña las manos y el costado, para que sea reconocido por medio de las heridas ocasionadas por su crucifixión. Finalmente, entrega el gran don del Espíritu Santo, por eso, ladea su cabeza como hizo en la cruz: ·E inclinando la cabeza, entregó el espíritu” (Jn 19, 30). Sin embargo, también asistimos a la segunda aparición del Resucitado en aquella casa, ocho días después, el motivo es que el apóstol Tomás no estaba con los demás cuando vino Jesús, y no les creía, a no ser, como decía: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto en su costado, no lo creo” (Jn 20, 25). El Resucitado se vuelve a aparecer a todos de la misma manera, solo que ahora ofrece la llaga de su costado y su mano izquierda a Tomás, diciendo: “Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente” (Jn 20, 27). La reacción de Tomás ante el Resucitado es una gran confesión de fe: “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20, 28). Para expresar estas palabras tan profundas, el artista ha representado a Tomás con varios gestos: siguiendo la forma circular, se inclina ante quien es superior, proclamando que es su Dios y Señor; y abre la mano, aceptando la verdad de que Jesús ha sido resucitado por el Padre. Uno de los apóstoles del grupo de la izquierda, el que está más al fondo, mira hacia arriba corroborando la intervención divina en la resurrección de su Hijo.