26/03/2023
Jesús, viéndola llorar a ella (a María la hermana de Lázaro), y viendo llorar a los judíos que la acompañaban, se conmovió en su espíritu, se estremeció y preguntó: “¿Dónde lo habéis enterrado?”. Le contestaron: “Señor, ven a verlo”. Jesús se echó a llorar. Los judíos comentaban: “¡Cómo lo quería!”. (Juan 11, 33-36).
Sepamos que Jesús llora delante de cada uno de nuestros sepulcros. Se conmueve ante nuestra muerte. Se estremece ante nuestra fragilidad. Pregunta por nosotros, viene a vernos y llora. ¡Cómo nos quiere!
Las lágrimas de Cristo ante la tumba de su amigo son la expresión profunda de su plena humanidad, asumida para salvarnos, y la resurrección de Lázaro es la manifestación poderosa de su plena divinidad, que nos redime y libera.
No fueron las de Betania las únicas lágrimas del Señor. Al hacer su entrada triunfal en Jerusalén también lloró: Al acercarse y ver la ciudad, lloró sobre ella, mientras decía: “¡Si reconocieras tú también en este día lo que conduce a la paz! Pero ahora está escondido a tus ojos”. (Lucas 19, 41-42). Lamentaba entonces los pecados de la humanidad, los pasados, los que nosotros ahora cometemos y los que habrán de venir.
Todo ese mal que nos aflige fue vencido por Cristo cuando bebió el cáliz de la Pasión por amor al Padre y a los hombres, y en esa hora de la aceptación, durante la angustia de Getsemaní, también lloraría, según la carta a los Hebreos: Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, siendo escuchado por su piedad filial. (5, 7).
Es el Cristo de las lágrimas que sufre con nosotros, que sufre por nosotros, que sufre para salvarnos.