28/01/2025
Tengo para mí que deberían ayudar más cuesta arriba, porque “hay que ver cuánto cuesta la cuesta”. Sea como fuere, para arriba o para abajo, la consecución de un objetivo o un proyecto depende de la libertad, el esfuerzo, el pensamiento y el compromiso voluntario del que baja o el que sube.
Otro refrán o dicho: “hay que hacer de la necesidad virtud”, cosa que puede decir y ha dicho nuestro presidente del Gobierno, pero yo me refiero a que, ya que estoy jubilado, prefiero elegir yo el paseo por lugares naturales agradables, que no pasear porque me toca, porque me lo mandan o porque “no me queda otra”.
Pues, señor, el 10 de enero, recién recuperado el ritmo escolar, no me quedó otra que subir, en autobús, hasta el Colegio Concertado de Pizarrales, que es el único centro educativo cuya titular es la diócesis, con el objetivo múltiple de comprobar cómo se las apañaba Placidia, la nueva directora del centro, después de la jubilación de Roberto Araujo; naturalmente, desear buen año a quien me encontrara, fueran profes, alumnos o alguna madre o padre que anduvieran por allí; llevaba también el propósito de firmar el contrato de la nueva profesora de Inglés, que sustituye, precisamente, a Roberto. Cumplidas a toda prisa esas tareas y despedido el personal, miré el reloj y vi que podría bajar caminando para llegar con poco retraso a atender el despacho parroquial, cuyo abandono no entra en el contrato de jubilación de canónigo; entraría si yo fuera también párroco emérito, pero no es el caso, como puede comprobarse leyendo mi último nombramiento, firmado por D. José Luis, nuestro obispo.
No hace demasiado frío y el ritmo de caminar cuesta abajo ayuda a meditar sobre la necesidad de hacer un homenaje a Roberto por su larga dedicación al colegio. Cuando fui funcionario, primero del Ministerio de Educación, y durante una temporada, de la Junta de Castilla y León, descubrí que debía intentar hacer las cosas bien como docente por dos motivos: primero, por sentido del deber, buscando el bien común de los alumnos, de los compañeros, del sistema educativo y de la sociedad en general; y en segundo lugar, por mi compromiso vital y profesional derivado de mi misión bautismal, diaconal y sacerdotal.
Medito para mis adentros mientras bajo caminando por la avenida de Villamayor, que Roberto ha cumplido muy bien con estas dos dimensiones: su deber como docente y su fidelidad al compromiso bautismal, que le ha llevado a superar con creces el sentido del deber apoyándose en su compromiso cristiano, sostenido por la comunidad, la parroquia especialmente, a la que sirvió con múltiples servicios: cursillos de novios, música en la Liturgia, dinamización de grupos de adultos, trabajo social en el seno de Cáritas parroquial y otras muchas iniciativas. Militancia cristiana llevada al alimón con Mariví, su mujer, y sus hijos, a medida que estos iban creciendo. Y, como a muchos nos ha pasado, el cuidado de los mayores de la familia.
Este estilo de vida de Roberto, este compromiso mantenido durante decenios, lo había aprendido, entre otros ámbitos, en el Colegio Libre Adoptado del que comenzó siendo alumno y que ahora es el Colegio Concertado Pizarrales.
Con respecto a la identidad católica del colegio, me viene a las mientes el refrán que reza: “A Dios rogando y con el mazo dando”, que no son cosas contrapuestas, sino haz y envés de la misma hoja. Identidad católica y compromiso docente es la misma hoja que multiplica su eficacia al respirar por un lado y transformar el dióxido de carbono en materia orgánica por la otra. La identidad católica es como la clorofila, un poderoso catalizador que transforma la materia virgen de un niño de infantil –y la enredada selva de las leyes y normas educativas- en un (o una) joven con personalidad propia y un proyecto de vida equilibrado en el que hay sitio para la fe, para el sentimiento religioso, para los conocimientos científicos y las habilidades sociales, que es un nombre moderno y secularizado del amor o, por mejor decir, de la caridad.
La identidad católica del colegio es como los cimientos, que a veces no se ven o están –como las pinturas de la valla que rodea el centro- descoloridos por la secularización rampante o las crisis espirituales que los profes, como todo hijo de vecino actual, sufrimos a veces. Como dice el libro del Apocalipsis, se trata de que los adultos que trabajamos en el centro, “recuperemos el amor primero”, es decir, el fondo y el estilo del centro, que surgió porque la parroquia de “San Jesús Obrero”, como algunos ciudadanos del barrio ¿se confunden? al nombrarla, cayó en la cuenta de que había que apostar por la educación cristiana, tanto de niños como de adultos, por una educación integral, cuidando el progreso físico, espiritual y religioso de los alumnos en diálogo permanente con la acumulación de conocimientos y habilidades científicos y técnicos, los idiomas y, en general, todo el currículum educativo.
Esos cimientos son cristianos porque son evangélicos y la Enseñanza, a pesar de la hiperburocracia que asfixia actualmente a los profes, es un “terreno” privilegiado para trabajar concretamente por el Reino de Dios en todos los aspectos de la educación, llevándolo a la cabeza, al cuerpo y al almario (sí, almario, como dijo Unamuno) de los alumnos… con la libertad como bandera de enganche, porque “para vivir en libertad Cristo nos ha liberado” (Gálatas, 5, 1).
Por si acaso alguno/a piensa que esto son teorías o paparruchas teológicas me apoyaré en otro refrán evangélico: “Por sus frutos los conoceréis”. ¿Y cuáles son los frutos que se han ido produciendo en la ya larga historia del Colegio?:
Estas reflexiones maduran en mi ambiente preferido: la naturaleza del Campo de San Francisco, que se me hace demasiado pequeño. Se me acaba el paseo, estoy llegando al despacho parroquial y no me da tiempo a repasar los éxitos y aciertos, errores y fracasos de la diócesis en el ámbito educativo. En fin… como decían Tip y Coll “…y la próxima quincena hablaremos del Gobierno… o de la diócesis”.