03/02/2023
El 29 de junio de 2022, el papa Francisco dirigió a toda la Iglesia una Carta apostólica, con el título “Desiderio desideravi” (“ardientemente he deseado”), palabras tomadas de la cita evangélica Lc 11, 15, con las que Jesús comienza la Última cena. La carta trata, según el subtítulo, de “la formación litúrgica del pueblo de Dios”.
Para comprender adecuadamente lo que se quiere decir con “formación litúrgica”, conviene que nos detengamos un momento en el término “liturgia”. Para la mayoría del pueblo de Dios, su significado se reduce a ceremonias y rúbricas, tal como dice el Diccionario de la Real Academia Española: “Orden y forma que ha aprobado la Iglesia para celebrar los oficios divinos, y especialmente la misa”. La formación litúrgica –según esta interpretación– consistiría en aprender las normas necesarias para celebrar correctamente y no cometer ninguna infracción. Esta es una interpretación reductiva de la liturgia, pero estuvo en vigor durante muchos siglos, al menos en la mente de muchos cristianos, con pocas excepciones, hasta que la situación empieza a cambiar desde finales del siglo XIX, cuando surgió el llamado Movimiento Litúrgico. Este fue creciendo sobre todo a principios del XX e influyó decisivamente en la reforma que tuvo lugar en la segunda mitad del pasado siglo, al terminar el Concilio Vaticano II. Según esa corriente, lo que más importa al tratar de la liturgia no son los detalles en la forma de celebrar, ni siquiera su utilidad pedagógica, sino su esencia, su naturaleza auténtica, que tiene que ver con su profunda relación con la persona de Jesucristo, el Señor resucitado, con la Iglesia, con la historia de la salvación, con la teología y con la espiritualidad.
La necesidad de formación litúrgica estaría justificada por causa de la llamada “reforma litúrgica”, puesto que en los años sesenta y setenta del siglo XX, la Iglesia católica de rito romano, por mandato del Concilio Vaticano II, emprendió una gran reforma litúrgica, que significó una “vuelta a las fuentes”, a los Santos Padres, recogiendo lo mejor de cada época histórica y reduciendo o eliminando lo que se había añadido de forma innecesaria o inadecuada para los tiempos actuales. La reforma se plasmó en una enorme cantidad de cambios en la forma de celebrar: los textos y los ritos, la lengua empleada, el uso de los lugares litúrgicos, la distribución de las fiestas y tiempos litúrgicos a lo largo del año, etc. Se hizo necesario, por tanto, un rápido aprendizaje de todas las novedades introducidas.
Sin embargo, las cosas no son tan sencillas. Si lo fueran, habría bastado un par de años para aprender la nueva forma de celebrar. Estrictamente hablando, la reforma fue solo el comienzo del proceso: la palabra “reforma” se refiere a los cambios en los libros litúrgicos y en la forma de celebrar. En cambio, la mentalidad y la actitud interior de quien celebra, sea el sacerdote, sean los fieles, no se reforman por decreto ni por leer un libro. Dicho cambio de mentalidad se ha llamado “renovación”, avanza lentamente, le queda todavía mucho recorrido y es totalmente necesaria para que la reforma dé sus frutos, no solo en la misma liturgia sino en la vida de la Iglesia en su conjunto.
Por su interés, transcribo literalmente lo que decía, en el apartado referido a la liturgia, la Relación final del Sínodo extraordinario de 1985, convocado para la celebración, verificación y promoción del Concilio Vaticano II:
La renovación litúrgica es el fruto más visible de toda la obra conciliar. Aunque existieron algunas dificultades, generalmente ha sido aceptada por los fieles con alegría y con fruto. La innovación litúrgica no puede restringirse a las ceremonias, ritos, textos, etc., y la participación activa, tan felizmente aumentada después del Concilio, no consiste sólo en la actividad externa, sino, en primer lugar, en la interna y espiritual, en la participación viva y fructuosa del misterio pascual de Jesucristo (cf. SC 11). Precisamente la liturgia debe fomentar el sentido de lo sagrado y hacerlo resplandecer. Debe estar imbuida del espíritu de reverencia y de glorificación de Dios.
Poco después, con fecha 4 de diciembre de 1988, en su Carta apostólica Vicesimus Quintus Annus con motivo del XXV aniversario de la Constitución sobre la Sagrada Liturgia, el papa Juan Pablo II afirmaba:
No se puede seguir hablando de cambios como en el tiempo de la publicación del Documento (Sacrosanctum Concilium), pero sí de una profundización cada vez más intensa de la liturgia de la Iglesia, celebrada según los libros vigentes y vivida, ante todo, como un hecho de orden espiritual.
Once años más tarde, el cardenal Joseph Ratzinger –después papa Benedicto XVI– escribió unas palabras proféticas para comenzar el prólogo de Un canto nuevo para el Señor. La fe en Jesucristo y la liturgia hoy, Salamanca: Sígueme, 1999:
En los inicios de la reforma litúrgica conciliar, muchos creyeron que el tema de un modelo litúrgico adecuado era un asunto puramente pragmático, una búsqueda de la forma de celebración más accesible al hombre de nuestro tiempo. Hoy está claro que en la liturgia se ventilan cuestiones tan importantes como nuestra comprensión de Dios y del mundo, nuestra relación con Cristo, con la Iglesia y con nosotros mismos: en el campo de la liturgia nos jugamos el destino de la fe y de la Iglesia. La cuestión litúrgica ha cobrado hoy una relevancia que antes no podíamos prever.
La carta “Desiderio desideravi”, del papa Francisco está en perfecta continuidad con los textos antes citados y tampoco entra, salvo en pocos casos utilizados como ejemplo, en detalles sobre la forma de celebrar o en cómo combatir los abusos litúrgicos, sino que dedica su mayor parte a exponer cuestiones más teóricas que prácticas: la teología litúrgica, la relación de la liturgia con Jesucristo y con la Iglesia. Y esto es justo lo que necesitábamos: una fundamentación teórica que sirva de punto de partida para el cambio de mentalidad que mencionábamos más arriba, imprescindible para la renovación de la liturgia y de la Iglesia. Es de esperar que esta renovación impulsará la deseada evangelización del mundo en que vivimos.
Vayamos al documento. Es un texto suficientemente breve, de fácil lectura, que recomendamos, ya que explica muy bien todo lo que aquí solo podemos esbozar. Entre el proemio y el epílogo, el cuerpo del documento se puede dividir en tres partes: en la primera (nn. 2-26) se exponen los principios teóricos acerca del concepto de “liturgia” que deberían sustentar toda formación litúrgica, en la segunda (nn. 27-47) se dan argumentos para demostrar la necesidad de la formación litúrgica y en la tercera (nn. 48-60) se exponen algunos criterios que deben guiar la formación litúrgica y que se resumen en la expresión ars celebrandi. La primera parte está dividida en seis apartados, que se ocupan de las siguientes cuestiones:
La liturgia: el “hoy” de la historia de la salvación (nn. 2-9): Jesucristo expresó en la última cena su “deseo ardiente” (de aquí el título de la carta) de comer la Pascua con sus discípulos, y de que hagamos lo mismo perpetuando el memorial de su pasión, muerte y resurrección. Ese encuentro de Jesús con sus discípulos servirá siempre de referencia para las celebraciones de la eucaristía y de las demás acciones litúrgicas, que serán un encuentro vivo con el Resucitado, haciendo memoria de los acontecimientos de la historia de salvación y actualizándolos a través de los ritos y las palabras. Esa actualización, llamada también “memorial”, es clave para entender la liturgia como continuación de esa historia.
La liturgia como lugar del encuentro con Cristo (nn. 10-13) y la Iglesia como sacramento del cuerpo de Cristo (nn. 14-15): en la liturgia se da el encuentro vivo del Resucitado con la Iglesia, la comunidad de sus discípulos, los cuales actualizan y fortalecen así la fe y afianzan su unión. Hay una relación esencial de la liturgia celebrada por la Iglesia con Jesucristo el Señor. En la celebración, los fieles se adhieren entre sí y a Cristo no solo mental o simbólicamente, sino sobre todo espiritual y ontológicamente.
El sentido teológico de la liturgia (nn. 16-19) Está muy bien recogido en los primeros números de Sacrosactum Concilium. En ellos se insta a fomentar la participación plena, consciente, activa y fructuosa, a valorar la liturgia no por su capacidad de transmitir ideas particulares, a veces sesgadas, o de deleitar estéticamente a los asistentes, sino por su simbolismo teológico, capaz de conducirlos –como asamblea– al misterio de Dios, por medio de un lenguaje simbólico y verbal, compuesto principalmente de gestos y palabras. El Papa, en estos números, también previene acerca de la mundanidad espiritual, el pelagianismo y el gnosticismo, contra los cuales la liturgia es un buen antídoto.
Redescubrir cada día la belleza de la verdad de la celebración eucarística (nn. 20-23). En este apartado, el documento nos advierte contra el “esteticismo ritual” la banalidad y el pragmatismo, porque la belleza de una celebración está en su verdad de signo de las realidades divinas, en las que Cristo es el protagonista y no las personas o las cosas. La belleza inherente a la celebración cristiana está ligada a su carácter de verdad.
El asombro ante el misterio pascual, parte esencial de la acción litúrgica (nn. 24-26): En la liturgia no nos encontramos con un misterio enigmático e indescifrable sino con la revelación del maravilloso plan salvífico de Dios, que produce en nosotros asombro y atracción.
La segunda parte es la más extensa, y se titula “la necesidad de una seria y vital formación litúrgica” (nn. 27-47). La raíz del problema actual es que el hombre moderno “ha perdido la capacidad de confrontarse con la acción simbólica” y esto dificulta la evangelización desde cualquier punto de vista. Si la constitución Sacrosanctum Concilium fue el punto de partida de los demás documentos del Concilio, de modo análogo, la liturgia es la fuente de la que brotan y la cumbre a la que tienden la tarea evangelizadora y toda la actividad de la Iglesia.
Citando a Romano Guardini, “debemos aprender nuevamente a situarnos ante la relación religiosa como hombres en sentido pleno”. El Papa insiste en que hay que “difundir este conocimiento fuera del ámbito académico, de forma accesible, para que todo creyente crezca en el conocimiento del sentido teológico de la Liturgia -ésta es la cuestión decisiva y fundante de todo conocimiento y de toda práctica litúrgica–, así como en el desarrollo de la celebración cristiana, adquiriendo la capacidad de comprender los textos eucológicos, los dinamismos rituales y su valor antropológico”.
Francisco señala también la importancia de la formación litúrgica en los seminarios y centros académicos y en los planes de formación permanente de los sacerdotes. Así podrá tener gran influencia en las comunidades donde estos realicen su acción pastoral. Termina distinguiendo y explicando dos modalidades de formación litúrgica: la que se imparte desde fuera, para penetrar en la liturgia y aquella que se recibe de la misma celebración litúrgica en acto.
En la última parte, sobre el Ars celebrandi (nn. 48-60) o arte de celebrar, el Papa previene sobre el “exteriorismo”, el rubricismo, la “creatividad sin reglas”, el subjetivismo y los culturalismos. El arte de celebrar bien no se puede improvisar: implica trabajo serio, obediencia a la Iglesia y no caer en un sentimentalismo blando. Son importantes los gestos que realizan al unísono todos los miembros de la asamblea. Dos gestos rituales, el silencio y el arrodillarse, y un ministerio, el de la presidencia, sirven como ejemplo para entender cómo la formación puede mejorar mucho las celebraciones litúrgicas.
En la conclusión o epílogo de la carta (61-65), el Papa da unas últimas recomendaciones, con las que terminamos este breve comentario: