31/12/2023
TOMÁS GONZÁLEZ BLÁZQUEZ, MÉDICO Y COFRADE
En el domingo posterior a la Navidad, dentro de su octava, contemplamos a la Sagrada Familia que forman Jesús, María y José. Si en la noche de Belén, tan íntima y sigilosa, tan pobre y tan humilde, apareció toda una legión del ejército celestial alabando a Dios, ahora la acción se traslada a Jerusalén.
Otra vez la obediencia mueve a los padres de Jesús, la fidelidad a la ley de Dios, que estipula consagrarle el varón primogénito y presentárselo en el templo de Jerusalén. Esta vez la aparición misteriosa, que admira a María y José, no es de ángeles, sino de dos ancianos, Simeón y Ana, que contribuyen a completar, junto a los pastores y los magos, la manifestación de Dios. Su modo de adorarlo es tomarlo y bendecirlo, contar sus maravillas, en definitiva, ser testigos de que el Salvador de Israel es Salvación para todos los hombres, “luz para alumbrar a las naciones”.
Simeón, consolado por haber contemplado al Redentor en el seno de esta ejemplar familia, se dirige a la Madre y nos la revela ya, en su profecía, como la Virgen de los Dolores. En pleno gozo de la Navidad, el primer dolor, esa espada que la traspasará, porque, ante Jesús, se ponen de manifiesto los pensamientos de los corazones, entre ellos la furia de los poderosos como Herodes, que persigue a los inocentes y provoca la huida de nuestra familia buscando refugio en Egipto.
Sin embargo, el tercer escenario que nos presenta el evangelio de este domingo es Nazaret. Ya no hay personajes al lado. Se quedan a solas los tres, en el hogar, en el trabajo, en el silencio. Y es ahí, junto al padre y junto a la madre, sometido a ellos, como crece Jesús niño y joven, lleno de sabiduría y de gracia de Dios.