ACTUALIDAD DIOCESANA

26/10/2018

Integración e integrismo

Ambos términos tienen la misma raíz y contienen el adjetivo “íntegro”. Es decir, se refieren a un todo, a una totalidad. Sin embargo, significan algo muy distinto y hasta contrario.

Integración se refiere a introducir en un todo a todas sus partes, a sus miembros. Sin exclusiones. Referido a las personas es lo opuesto a separar, discriminar, descartar, excluir, ningunear… Es tanto como introducir a excluidos, marginados por cualquier razón (ideológica, social, sexual, religiosa, salud) en el conjunto de la sociedad para que participen de sus bienes, derechos y deberes.

Lo entendemos mejor con un ejemplo y, por lo que a nosotros interesa, tomado del Evangelio. Sobre todo en los primeros capítulos de los evangelios sinópticos y más en concreto en San Marcos, vemos que la actividad de Jesús pasa sobre todo por integrar a los excluidos: enfermos, particularmente leprosos, poseídos por malos espíritus, pecadores… Los incapacitados para ser útiles en la sociedad son levantados y urgidos a ponerse en pie de igualdad con los demás. “Levántate y anda” es una consigna de Jesús. Lograr que una enferma, poseída por la fiebre, se levante de la cama y se ponga a servir es el primer “milagro” realizado por Jesús según San Lucas.

Sin duda, integrar es la gran pasión del papa Francisco. Lucha contra la cultura actual del descarte. Y, como Jesús, no se  contenta con incorporar a la sociedad, y más en concreto a la Iglesia, no sólo a los pobres y marginados, sino muy particularmente a los “pecadores”. El título del capítulo 8 de la Exhortación “La alegría del amor”, sin duda uno de los temas por los que ha sido y es más cuestionado y contestado dentro de la Iglesia, es “Integrar, discernir y acompañar la fragilidad humana”.

Sólo este título vale por todo un tratado. Pero si entramos en la exposición de todo el capítulo, nos encontramos con una argumentación no sólo de sentido común, sino plenamente evangélica y avalada además con las mejores autoridades de la Iglesia (Santo Tomás). Una cosa es el ideal y otra su realización. ¿Excluimos y mandamos al infierno a todos cuantos no alcanzan el ideal?”.

Pues bien, todo esto se discute, se rechaza, llegando al anatema. Es lo propio del integrismo. Porque esta actitud no mira a las personas, sino a “las verdades”, a las normas litúrgicas, a los cánones… En el fondo a una cierta forma de concebir la Tradición. Les ocurre a los integristas lo que denunciaba Jesús en los que se le oponían porque caminaba con sus discípulos en sábado: “el culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos. Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres” (7,7-8). Y se oponen directamente a la verdadera Ley de Dios, en la que se lee: “no añadáis nada a lo que yo os mando, ni suprimáis nada”” (Deut 4.2 ).

Pienso que son pocos, felizmente. Como siempre buscan el poder, y atacan a quien les serrucha el piso. Hace muy bien el Papa en no hacerles demasiado caso. Ni tenemos que hacérselo nosotros. Porque integristas no existen sólo en la curia romana o entre algunos obispos o cardenales. También los hay entre nosotros. Por eso hemos de preguntarnos cada uno: a qué me apunto. Conviene tener siempre presente el axioma del Señor: “no es el hombre para el sábado (la ley) sino la Ley para el hombre”. Por eso él ha venido no para los justos sino para los pecadores.

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