09/07/2024
Hay dos experiencias muy ilustradoras los domingos por la mañana. Una es recorrer las carreteras rurales secundarias, solos al volante, y que son los curas que van de pueblo en pueblo, a celebrar la eucaristía. Hay poco tráfico, se comienza pronto, a las nueve, y se termina a las dos o tres del mediodía. Experiencia única. Y la otra ocurre en algunas calles de la ciudad, yendo de parroquia en parroquia, a los barrios y pueblos, por las rotondas del alfoz, que como decía un amigo de La Encina de los chopos de su pueblo, circundan la ciudad.
En los primeros, el tráfico es menor. Te encuentras con ganaderos que acuden a alimentar el ganado en las parcelas, la familia que va al pueblo pequeño a ver a los abuelos, algún ciclista. Si es en la Sierra, a caminantes que hacen una ruta de senderismo, el joven que vuelve de la discoteca, a los guardias civiles que hacen la ronda matutina… La naturaleza entra por el parabrisas en forma de niebla, días iluminados, grises, lluvia que golpea… o colores otoñales; o también ganado que pasta en los prados, descampados despoblados en silencio… Y dentro del coche la oración, la soledad del cura, la música, o las noticias de la radio, que a modo de oficio de lectura –en este caso de escucha- sirven para actualizar la Palabra de Dios a las circunstancias de la vida en la homilía. O sirven de súplica para el “instante” histórico-salvífico que se cuela en la oración de los fieles.
En los segundos, las rotondas son vivas, nerviosas, hervideros de vidas que corren y no paran. Parecen líquidas. Circulan por ellas los que salen de la ciudad a montar a caballo, al senderismo de la montaña, o a los centros comerciales donde la compra es cuasi-liturgia dominical. Si es un puente vacacional, te imaginas a los de Madrid desenfrenados entrando en la ciudad, o circundándola; o los camiones que transitan de ciudad en ciudad llevando materias primas a saber Dios de dónde vienen y vete tú a saber dónde van, pero que son signo de una globalización trepidante y circular como la rotonda misma, ¿o la tierra? En las afueras de la ciudad, en los barrios, se ven parques con niños y padres, campos de fútbol, competiciones deportivas, carreras solidarias dominicales…, centros cívicos, que inundan el parabrisas, junto con la atención a los pasos de cebra. Y dentro del coche, la soledad del cura, la oración, la música, y el oficio de lectura de las noticias, que sirven para el “instante” de la oración de los fieles, y tal vez para la homilía.
¿Y dónde van estos curas con su soledad como volante, y que la alimenta de la oración, de lo que llena el parabrisas de la historia, la música y las noticias del oficio de lectura, y que lo acoge con la mirada llena de la luz del domingo? ¡A misa! Van poniendo mesas.
Y al llegar a la aldea perdida o al pueblo un poco más grande, el cura que traía la soledad como volante encuentra acogida y compañía de las dos o tres personas, casi siempre mujeres, que lo esperan con todo preparado. Cantos, ofrendas, velas encendidas, flores en la mesa… pan y vino, y el agua que simboliza la humanidad, que de la despoblación hace acogida cordial, y que se mezclará con la divinidad que se entrega en el vino. Admirable intercambio. Y siempre hay unas palabras al oído de estas personas, noticias que no han entrado por el parabrisas, ni se ha percatado de ellas al pasar la rotonda: “falta una persona; ha caído en cama esta otra, el nieto se examina, he tenido un nuevo nieto, está en el hospital tal persona, ha venido una familia inmigrante; y añade: el próximo domingo me voy con los hijos a pasar el invierno; hoy es el domingo de la campaña por los pobres, no se olvide…”.Y el que traía la soledad como volante, proclama la Palabra, parte el Pan, lo reparte, da gracias… Y todos, la asamblea que se reúne, cantan, abren las manos, sienten la alegría de la amistad, del diálogo y la fraternidad, y sus corazones se llenan de Él, su compañía y la de los hermanos. Y salen al mundo, despoblado, con una compañía inseparable y la alegría en el rostro.
Y otros, quienes ponen mesas por la geografía, al llegar a la mesa del centro de la ciudad, o del barrio, o al pueblo grande del alfoz, después de atravesar las calles o lo rotonda redonda de la globalización, que no se sabe de dónde viene o adónde va, encuentran que su soledad que trae como volante, se llena con la música de las guitarras, y el ir y venir de niños, padres y catequistas que preparan la mesa. Aquí, las gotas de agua son de una humanidad que es acogedora, vitalista, pero también ausente en ocasiones, y hasta indiferente en otras, remolonas a lo religioso… Sin embargo, esta humanidad también sirve como gotas de agua para mezclar con la divinidad que es el vino de la entrega.
Esta asamblea, al que tiene la soledad como volante, le llena los ojos y el corazón tanto o más como lo que por el parabrisas le ha dejado ver en el viaje: Padres jóvenes cansados del trabajo y de amar pacientemente; niños llenos de vida y, paradójicamente, cansados de una sobre-vida extraescolar. Pero no pierden la inocencia, se mueven, leen la oración de los fieles, llevan el cesto, traen las ofrendas… Y aquí, al revés, sus peticiones son el “instante” para el oficio de lectura. Piden perdón, dan gracias, se ven entre los mayores, son acogidos, se les indica el camino del amar, servir, se les inicia a la oración, a la mirada compasiva y servicial al mundo… Están sus catequistas, un grupito de jóvenes. Los mayores sonríen y se les llena el corazón. El que tiene la soledad como volante encuentra aquí, cada domingo, la compañía, la fraternidad, el alimento del Pan que parte y reparte; y experimenta el milagro de una humanidad que se incorporada suavemente, libremente, amablemente, por atracción, a la divinidad del que se da por entero: Jesús. Sabe que ellos son sus hermanos.
Si tomáramos un mapa y pusiéramos una estrella en cada pueblo y en cada barrio donde hay eucaristía cada domingo, y a la que llega el cura, podríamos titular estas mesas puestas en aldeas insignificantes, medianas, comarcales, o de barrio, y de centro de ciudad, con el siguiente título: “Sois las semillas más pequeñas” de todas las que se siembran en la provincia. Pero el que tiene la soledad como volante sabe que ese pan es fermento de nueva humanidad en medio de la masa, y semilla que “sin que sepa cómo” fructificará. Y que merece la pena. Y casi siempre, no todas las veces, suele decir en una soledad todavía mayor: si yo no llevo el volante…, es Otro que va conmigo. Mi compañía.
Tomás Durán Sánchez, párroco “in solidum” de Doñinos de Salamanca