31/12/2020
Con este anuncio de Isaías comenzamos cada año la liturgia de la palabra en la misa de medianoche de la Natividad del Señor. Es una primera presentación del nacimiento de Jesús como luz que viene a iluminar las tinieblas y las sombras de muerte que acompañan al pueblo peregrino en esta tierra. Esta luz de Belén alcanza su plenitud desde la Pascua. Y también desde la Pascua nos ha invitado la liturgia del domingo tercero de Adviento a estar siempre alegres en el Señor.
La tiniebla no puede ser superada desde sí misma; es ciega oscuridad, no conoce la luz y no puede reconocerse a sí misma como ausencia de luz. Sólo la luz que la penetra desde fuera manifiesta su oscura realidad y la transforma de modo progresivo en luz.
Nuestra Navidad de 2020 está envuelta en las sombras de muerte de La pandemia Covid-19 y sus consecuencias, que necesitan ser iluminadas por la luz del Nacimiento del Hijo de Dios en Belén y por la luz de su Resurrección.
La realidad de la escena de Belén no es tan idílica y agradable como la representamos en los nacimientos y tendemos a celebrarla socialmente entre villancicos, fiestas familiares y regalos; ni como habitualmente nos la deseamos en las felicitaciones en forma de bienestar, seguridad y alegría compartida en familia. Así tenemos interiorizado que cualquiera forma de sufrimiento o soledad necesaria impide la celebración social de la Navidad. Por ello nos cuesta tanto asumir una celebración de la Navidad con las limitaciones sanitarias que ahora impone la prevención del contagio del Covid-19.
Todos los ciudadanos necesitamos hacer una relectura en profundidad del significado y las consecuencias de la pandemia, sobre todo en relación con nuestra conciencia de la fragilidad y del sentido de la vida. Y los cristianos tenemos la posibilidad y responsabilidad de hacerla a la luz del Misterio del Amor de Dios manifestado en Belén.
La celebración de la Navidad, con las conocidas limitaciones de asistencia física a las iglesias y de reuniones familiares, nos permite tal vez una actualización del Misterio de Belén más cercana a su realidad original: a la soledad de María y José en la noche de la fe en la obra de Dios, a la pobreza del lugar y de los medios en los que nace el Hijo de Dios, al anuncio de la buena noticia de la salvación a un pequeño grupo de pastores, a la persecución del recién nacido y la emigración obligada a un país extraño, etc. La primera Navidad no fue muy divertida para sus protagonistas, tuvo más de sufrimiento, sólo transformado en alegría en la obediencia de la fe y la confianza en Dios. ¿Qué descanso y qué cena festiva tuvieron María y José al final de su largo y fatigoso viaje a Belén? Contemplando la escena de Belén, ¿nos atreveremos a quejarnos de las condiciones en que hemos de celebrar esta año la Navidad? ¿No deberemos más bien dar gracias y alegrarnos por ellas, compartiendo lo que vivieron María y José?
La Navidad es la celebración del nacimiento de Jesús, el hijo de María y el Santo Hijo de Dios, concebido por obra del Espíritu Santo. Esa doble condición de Jesús, hombre y Dios, es su misterio: escondido desde el comienzo de los siglos y manifestado en la plenitud del tiempo. Contemplamos el Misterio de Belén en dos escenas.
Primera escena: María y José contemplan y adoran el misterio de su hijo.
“Y sucedió que, mientras estaban allí, le llegó a ella el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada”. (Lc 2, 6-7).
María nos muestra a su hijo recostado en un pesebre o acogido en sus brazos con amor de madre. Y, en silencio, conserva y medita agradecida en su corazón el anuncio ya cumplido del ángel Gabriel: “Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús … El Espíritu Santo vendrá sobre ti … por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios” (Lc 1, 31-35). Y se admira de lo que otro ángel les ha dicho de su niño a los pastores: “Os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2, 10-12).
No hay duda; el anuncio del ángel se refiere a su niño. Y adora en silencio, bajo la mirada tierna y emocionada de José, a su Jesús “Emmanuel”, el signo dado por Dios de su presencia con nosotros para siempre (Is 7,14; Mt 1,22-23). Y confiesa agradecida la misericordia eterna del Dios de Israel, que ha hecho florecer en su niño el viejo tronco de Jesé. Y se estremece al estrechar en sus brazos al Santo, sobre el que se ha posado el Espíritu del Señor. Y en la noche de Belén recuerda y siente cumplido el anuncio de Isaías: “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande. Porque un niño nos ha nacido, y es su nombre: Maravilla de Consejero, Dios fuerte, Padre de eternidad, Príncipe de la Paz” (Is 9, 1.5).
María y José han comprobado ya en el nacimiento de su niño que para Dios nada hay imposible, pero ¿cómo no se iban a preguntar cómo, cuándo y dónde se iba a manifestar su Jesús como heredero del trono de David y salvador de los pecados de su pueblo? Y en estas cavilaciones velaban María y José el sueño de su niño, en suave conversación confidencial, compartiendo el secreto misterio, del que ambos son depositarios.
De pronto, la música y los cantos de los coros de los ángeles vinieron a despertar al niño y a añadirles a ellos un nuevo motivo de asombro y alabanza; porque José y María se sumaron sin palabras al coro que cantaba: “Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad” (Lc 2,14).
¿Dice este canto que nuestro hijo es el príncipe de la paz anunciado por el profeta Isaías? ¿Qué significará esto, María? ¡Es demasiado misterio para una sola noche! ¡No la podemos dormir, esta noche tan misteriosa! ¿ Y cómo va a traer la paz nuestro hijo, siendo tan pobre? Recordemos, José, lo que anunció el profeta: “Juzgará a los pobres con justicia, sentenciará con rectitud a los sencillos de la tierra; pero golpeará al violento con la vara de su boca, y con el soplo de sus labios hará morir al malvado” (Is 11, 4). Y, por encima de la estricta justicia, el príncipe de la paz instaura la armonía del amor, que brota del conocimiento de Dios: “Nadie causará daño ni estrago por todo mi monte santo: porque está lleno el país del conocimiento del Señor” (Is 11, 9).
¡Qué hermosa misión ha encomendado el Señor de Israel a nuestro hijo, como heredero de David! Le dará para ella los dones de su Espíritu (Is 11, 1-2). Pero, José, ¿qué tendremos que hacer nosotros? ¿Cómo hemos de educar a nuestro Jesús para que aprenda a ser profeta del conocimiento del Señor y príncipe de la paz? ¡Ay, José, qué noche tan dichosa! ¡El Señor nos enseñará día a día!
Segunda escena: Nosotros contemplamos y anunciamos el misterio de Belén.
Ahora dirigimos la mirada a José, tan creyente, humilde y obediente como María. Le hallamos contemplando en adoración el rostro del niño Jesús, el hijo de su esposa. Con su gesto nos lo muestra sin palabras como el que “salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1,21 ). Así cumple con humildad la misión que le encomendó en sueños un ángel del Señor. Nos muestra al niño en el pesebre del establo: el “palacio” del príncipe heredero del trono de David, que “vino a su casa y los suyos no lo recibieron” (Jn 1, 11 ); ni siquiera ha podido tener un lugar digno donde nacer, “porque no había sitio para ellos en la posada” (Lc 2, 6-7). Pero así llevó a cabo el Señor el nacimiento de su Hijo a su manera, donde él quiso y como él quiso, en la forma desconcertante en que actúa la sabiduría de Dios y su poder de salvación: asumiendo la condición humana en la forma de esclavo (Flp 2, 7).
Y de nuevo un ángel de Dios da voz al gesto silencioso de José y anuncia a los pastores la noticia más alegre y necesaria: “Hoy os ha nacido un Salvador” (Lc 2, 11). En la pobreza de un niño recostado en el pesebre de un establo “se ha manifestado la gracia de Dios, que trae la salvación a todos los hombres, enseñándonos a que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, llevemos ya desde ahora una vida sobria, justa y piadosa” (Tit 2, 11-12).
El niño pobre del pesebre es el Hijo por quien Dios nos ha hablado en esta etapa final de la historia, realizada por medio de él. “Él es reflejo de su gloria, impronta de su ser” (Heb 1, 2-3). “Imagen del Dios invisible” (Col 1, 15). Es el Hijo unigénito de Dios, que está en el seno del Padre, y nos ha dado a conocer a Dios, a quien nadie ha visto jamás (Jn 1,18). Es el Verbo que existía en el principio y era Dios (Jn 1, 1 ); que “se hizo carne y habitó entre nosotros... lleno de gracia y de verdad” (Jn 1,14). ‘‘A cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios” (Jn 1,11-12).
Esta es la inefable manifestación del misterio de Jesús, el Hijo de Dios, que nos revela el misterio del ser de Dios y nuestro propio misterio de hijos de Dios. En Belén nace la luz que ilumina la oscuridad que envuelve el ser y la vida de cada persona con afanes de riqueza, poder y dominio. Así, la luz nueva de la Navidad empezó a ser la bienaventuranza de los pobres. Jesús la vivió desde Belén, antes de proclamarla como ideal del Reino de Dios.
¿Cuál es el mensaje de la Navidad que la hace atractiva y necesaria, que convierte el nacimiento del Hijo de Dios en obra de salvación para toda persona?
“Dios es amor”. Y nos ha manifestado el amor que nos tiene al enviar al mundo a su Hijo, el más amado, para que los demás hijos vivamos por medio de él. Nos ha amado hasta el extremo de enviarnos a su “Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados” (Jn 4, 8- 1 O).
¿Y cuál ha de ser nuestra respuesta? Confesar lo que hemos visto y dar “testimonio de que el Padre envió a su Hijo para ser salvador del mundo” (Jn 4, 14) y de cada uno de nosotros. El Hijo de Dios nos salva cuando él vive en nosotros y nosotros permanecemos en comunión de vida y amor con él. (cfr. Jn 4, 15).
Los que “hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él” (Jn 4, 16), adoramos a su Hijo en los brazos de María o de José y rogamos que renueve en nosotros su amor y nos haga sentir la alegría de permanecer en él. Así llega a nosotros la plenitud del tiempo de Dios, que es el tiempo de “la adopción filial” (Gal 4, 4-5) y de la fraternidad de todos los hijos de Dios.
El niño de Belén considera como ofrenda a él todo lo que hacemos para el bien de los hermanos por amor, todas las obras de misericordia espirituales y materiales, y también el anuncio gozoso de su salvación a cuantos nadie les ha abierto aún los ojos a su luz. Y Jesús nos sonríe por ello con agradecida ternura, y nos bendice como a hermanos e hijos amados de su Padre.
Ante el Belén, adoramos el misterio de Jesús, el Hijo de Dios, que ilumina y enriquece nuestro propio misterio. Y acogemos con alegría la gracia de la Navidad: participamos de la divinidad de Jesús, que ha querido asumir nuestra humanidad. Dios se ha unido con nosotros de forma plena, definitiva e irrevocable. Y el Amor de Dios se nos ha dado como constitutivo de nuestro ser y norma de nuestro obrar. A partir de Belén, la condición humana no es una aventura sin sentido ni el riesgo de una libertad a ciegas.
Desde el punto de vista de la misión de la Iglesia, el problema de más profundidad, gravedad y permanencia en nuestro actual momento social es la salud espiritual y el sentido de la vida de las personas y agrupaciones sociales. La grave y dolorosa crisis sanitaria puede ser resuelta a corto plazo con la vacuna y otras medicinas. La solución real de las otras crisis de orden económico y político podrá ser alcanzada de forma más eficaz y en menor plazo de tiempo si se cuida la salud espiritual y moral, que dé sentido a la vida personal y social. Y aquí se sitúa de forma principal la misión de la Iglesia y su grave responsabilidad de servicio al bien común de la sociedad, configurando con el Evangelio las instituciones sociales. Esta responsabilidad nos afecta de lleno a los pastores y fieles de la Iglesia en la actual situación espiritual de nuestra sociedad, que crea enormes dificultades a nuestra misión. Hemos de hacer una profunda evaluación de la situación cultural y de la misión de la Iglesia en relación con ella. No sirve de nada la queja y el lamento; hay que sentir la corresponsabilidad en la situación, convertirse, actuar con humilde constancia y paciencia, y acoger con verdad y misericordia. Y, sobre todo, hemos de recuperar la capacidad de testimonio del Evangelio con la alegría y la esperanza misionera a la que nos ha llamado el Papa Francisco y que hemos asumido en nuestra Asamblea diocesana.
La misión actual de la Iglesia tiene que iluminar y transformar no solo tinieblas menores o sombras de paso, sino las densas oscuridades de una sociedad en continuo y acelerado cambio de época de alcance universal, realizado en un clima cultural de relativismo.
Es especialmente relevante el acelerado proceso de transformación de la tecnología digital, con aplicación en todos los ámbitos de la organización económica y los servicios sociales, de la enseñanza y la cultura, de las comunicaciones sociales y de las relaciones personales. Lo que en principio es un bien y una posibilidad de favorecer el desarrollo de todas funciones sociales que integran el bien común, tiene, sin embargo, los riesgos de un mal uso, al margen de la ética, que resulta menos beneficioso o perjudicial.
Las sociedades y los individuos que orientan su existencia en el relativismo subjetivista han sido calificados por un conocido sociólogo como “sociedades líquidas”e “individuos líquidos”, es decir, carentes de forma propia y estable, que, como los líquidos, asumen siempre la forma variable del recipiente de los contiene. Este ambiente cultural de ausencia de principios de validez permanente y común condiciona negativamente los compromisos personales, la cohesión social y la vivencia de la fe. La vida humana queda desarraigada, sin ningún anclaje divino ni verdad absoluta. La norma suprema del comportamiento llega a través del consenso social positivista y todo queda a merced de los intereses de quienes pueden imponer su voluntad. Los más débiles y pobres quedan excluidos y no son tenidos en cuenta. Muchos jóvenes experimentan un extraño malestar, pero no saben bien por qué.
De hecho, el uso de la tecnología digital en las culturas “líquidas” queda en función de la percepción de cada uno y de los intereses de los grandes grupos de poder. En la nueva sociedad digital se debilitan los vínculos sociales de todo tipo y se sustituyen por una especie de enjambre digital lleno de celdas aisladas: cada uno se baja sus aplicaciones, genera sus grupos de WhatsApp, sigue a sus “youtubers” favoritos y se construye su propio mundo, a su gusto y medida. En esta incertidumbre el nuevo imperio digital ignora la distinción entre lo verdadero y lo falso, la realidad y la ficción, el bien y el mal, y él mismo se ofrece como guía que “perfila” nuestro rostro y “calcula” nuestras decisiones. Así se desintegra la comunidad humana y surge un aglomerado social sin principios y valores permanentes de orientación existencial, que facilita la indiferencia y pasividad ante el proceso de transformación antropológica a juego con el sistema cultural y económico dominante.
Con la ayuda de los avances tecnológicos y de la llamada inteligencia artificial emerge con fuerza un capitalismo moralista que no solo regula la producción y el consumo sino que impone valores y estilos de vida, y encauza los deseos y tomas de decisión como una especie de voluntad artificial, bien manejada con la publicidad para incentivar el consumismo y la ideología.
En la raíz del referido proceso de transformación social está el empobrecimiento espiritual y la pérdida de sentido, que desembocan en el vacío existencial, en el aburrimiento y en no ser capaces de saciar la sed de felicidad, a pesar de disponer de más medios y posibilidades que nunca. Ante la falta de significado solo queda el deber, impuesto desde fuera por las reglas del sistema económico o autoimpuesto por el afán de progreso personal, y también la diversión para apartar la mirada de la nada o el vacío. El hombre de la “postverdad” querría ser simplemente un ciudadano del mundo sin ataduras, ni en el amor ni en la forma de vida, en continuo movimiento de búsqueda de nuevas experiencias, sin echar raíces en ningún lugar. Pero esta gran desvinculación hace surgir con facilidad en los individuos de la sociedad líquida los sentimientos de inseguridad, desconfianza y enfrentamiento.
El olvido de Dios, la indiferencia religiosa, la despreocupación por el origen y destino trascendente del ser humano, y la instalación en la finitud como actitud normal e insuperable de la existencia humana son el virus moral más contagioso y mortal, que amenaza hoy la vida de las personas y el bienestar integral de la sociedad. Y este virus se contagia fácilmente también a los autodenominados creyentes que viven y organizan su existencia “como si Dios no existiera”.
Este complejo proceso de transformación es también impulsado por un deseo deliberado de “deconstrucción” o desmontaje ideológico de la visión cristiana del mundo y de la vida. Es propagada una propuesta neopagana que pretende construir una sociedad nueva, basada en la desinstitucionalización del matrimonio y la transformación de la familia con la antropología de género y en la aceptación social del derecho al aborto, a la eutanasia, y utilizando la escuela como plataforma de adoctrinamiento. El ideal sería la total desvinculación respecto del propio cuerpo, de la realidad, del otro y de Dios.
No resulta fácil prever qué quedaría de la persona humana en el caso de realizar este ideal de desvinculación total. El ideal realizado por Dios ha sido su vinculación plena, definitiva e irrevocable con la criatura humana, para hacerla partícipe de su naturaleza divina. La fe en Dios y la comunión de vida y amor con él aporta claridad en el conocimiento de la propia identidad, firmeza en las valoraciones éticas y confianza en la posibilidad de hacer el bien. Así, la existencia humana se enriquece con el conocimiento y aceptación de Dios. Esta es la verdad más radical que toda persona está impulsada a buscar y que puede hallar en el Hijo de Dios hecho hombre.
La fe y la vida en Cristo nos permiten dar respuesta a los grandes desafíos de la cultura actual con testimonios existenciales vivos, más que con verdades cuya vinculación apenas se reconoce.
a) Ante la desvinculación, la desconfianza y la liquidez de la vida y del ser humano: Estamos llamados a ofrecer el testimonio de vida fraterna y entregada en la familia y la comunidad cristiana y la amistad civil en la vida ciudadana.
b) Ante el “enjambre digital”: Hemos de mostrar que el ser humano alcanza su mayor plenitud en la relación fraternal, la comunicación profunda y el diálogo respetuoso en busca de la comunión en la verdad. La comunidad cristiana es relación profunda. Significa vivir en amistad fraterna, en clima de familia, compartir y hacer propias las situaciones de los demás; e implica también la identificación de todos los miembros con un proyecto común. Nuestras comunidades cristianas tienen que ofrecer la posibilidad de vivir esta experiencia.
c) Ante la crisis económica y el fenómeno migratorio: La actividad de la Iglesia en todos sus miembros tiene que ser una expresión del amor de Dios, recibido y ofrecido a toda persona que encontremos en nuestro camino. La Iglesia sale al encuentro del prójimo, lo acoge como un hospital de campaña y ejerce la caridad política y la amistad civil.
Estas llamadas al testimonio son continuación del camino de conversión misionera en el que nos ha situado nuestra Asamblea diocesana. En la contemplación del Nacimiento del Hijo de Dios, pedimos la gracia de seguir siendo testigos creíbles y alegres del Salvador que hoy nos ha nacido ( cf. Lc 2, 11 ).
Feliz Navidad para todos, en la acogida y testimonio de la salvación de Jesús.
+ Carlos, Obispo de Salamanca.