ACTUALIDAD DIOCESANA

11/04/2020

Acompañar personas en duelo en el confinamiento

Compartimos este artículo de Valentín Rodil Gavala, psicólogo y acompañante en duelo, responsable de la Unidad móvil de crisis y duelo, un servicio del Centro de Escucha de los religiosos Camilos de Tres Cantos (Madrid).

ACOMPAÑAR PERSONAS EN DUELO EN EL CONFINAMIENTO

“Saber mirar es saber amar”

Marchaba a las compras ayer, cuando me fijé en un colchón tirado junto a los cubos de basura que están bajo mi casa. Es posible que sea esa costumbre de buscar y encontrar asociaciones, tan proclive a psicólogos, y de la que yo reniego tantas veces, siendo así que es mía, lo que hizo que llegara a mi memoria, de forma directa, que mi vecina de abajo murió ayer. Como otros, como otras, como tantos. 

En mi mente se unieron los dos hechos y el objeto cobró para mí un significado. El colchón hablaba de muerte y pandemia. Un colchón en la calle antes de estos días de confinamiento y enfermedad acechante me induciría a pensar en un cambio de habitación, una renovación de casa o en cualquiera de esas historias de vida que lo habitaron. 

Los seres humanos encontramos otro fondo y contenido a objetos cuando los llamamos pertenencias. Es como si cobraran vida. Nada más nuestro que la cama, así que un colchón tirado en la calle contiene historias de amores, soledades, miedos, calmas y recuerdos de todo tipo… pendientes de alguien que las capte. 

Ayer, el colchón “era” mi vecina. Más aún, el colchón era un signo de muerte maldita que era preciso arrojar. Ella vivía sola. Creo que las pertenencias no significan tanto para quien está y vive solo. Cuando muere resulta sencillo desprenderse de ellas y en el momento que vivimos incluso aparece como si fuera un asunto de higiene necesaria. 

En cuestión de segundos, en mi cabeza, la muerte de mi vecina me llevó a recordar a tantas otras personas que conozco, que perdieron un ser amado y que sí hacen duelo porque encuentran significado y vida a los objetos que acompañaban la vida de la persona desde una presencia que podemos llamar simbólica. 

Para muchas de esas personas los objetos se vuelven presencias imprescindibles que no pueden suplir presencias físicas, pero desprenderse de ellas suele ser una parte difícil de su navegar el mar del duelo.

 Los seres humanos somos, además de “homo sapiens”, “homo simbolicus” porque tenemos esa capacidad de contar historias desde objetos o incluso de escuchar las historias contenidas en objetos porque ellos nos hablan de una relación, la que nos une con otros seres humanos. Por esto, un sofá habla de encuentro familiar o casero si nos refiere al momento de la cena o la televisión en casa, por ejemplo. En la imagen del sofá está incluso el orden de sentarse en él en muchas casas, el sofá desencadena películas casi incontables. No es de extrañar que las pertenencias en el duelo pesen tanto para las personas dolientes. Ver un sofá habla de presencia y de ausencia al tiempo si alguien conoce su historia y capta su contenido profundo. Por eso, a lo largo de la travesía del duelo un objeto irá haciéndose poco a poco más amable según vayamos aceptando su vida de símbolo. 

Al principio es agresivo encontrarse con pertenencias porque la presencia del objeto nos hace enloquecer con el paradójico grito de la ausencia; y nos duele porque no estamos preparados para pensar que entramos en el duelo, y por eso retrasamos la entrada en el agua helada del dolor. 

Todos en el mundo estamos confinados y las personas que ya estaban en duelo también lo están. Día a día, escucho confidencias y descubro diferencias en ellas. Algunas, de hecho, se encuentran mejor. Me dicen que nadie les dice ahora que se animen a salir y eso les da cierta paz, lo cual nos enseña que, cuando amigos, o incluso profesionales, les decían desde la mejor intención que se animaran, esto no les servía para gran cosa. 

Otras personas, en cambio, han revivido desde esta excepcionalidad del confinamiento el recuerdo del momento del trauma y les remueve. 

Hablo estos días con personas que ya hace tiempo que no veía, hacerlo forma parte de nuestra cotidianidad ciudadana actual. De entre ellas he ido reconectando con algunas que estuvieron acompañadas por mí, o por nosotros, desde el centro de escucha San Camilo. 

Duelo universal

También me encuentro a menudo estos días un duelo universal. Un duelo que no es nuevo pero que, hoy, rebrota y emerge. 

Se trata del duelo por uno mismo, por una vida que se siente sola y se ve perdida, aun en medio de conexiones de internet o, incluso, aun cuando sabemos que hay gente que nos aprecia, nos manda abrazos y querría estar con nosotros. 

En este duelo, curiosamente, nuestras pertenencias también nos gritan nuestra soledad y nos hablan a menudo de presencia y ausencia. Nos rodean cada día las mismas cosas que nos devuelven historias que, de solo compartirlas con nosotros mismos, se nos hacen a veces insoportables al cabo. Me estoy refiriendo, aunque no solo, a mucha gente que vive sola y que ahora no sale, claro, y para la que hacer la compra es una fiesta, aunque devuelva un paisaje de tristeza la cola y el miedo que con frecuencia viene con esta actividad hoy día. 

Ese duelo por nosotros mismos se hace aún más intenso porque viviendo solos la casa termina agotándose. Además, casi nadie logra ser el “confinado ideal”. Ese que hace ejercicio, lee libros, piensa, se conecta con “Houseparty” con la familia o quema zoom en multillamadas. Ese que trabaja en casa “pero ni tan mal” y aplaude a las ocho. Ese que vive, encima creciendo, en esta hora compleja como parece que se nos sugiere que debemos hacer: una exigencia parecida quizá a la de decirle a quien no puede poner un pie delante de otro por un duelo de un ser querido que salga, que se anime y que haga algún esfuerzo. Al duelo por nuestra vida perdida se une la culpabilidad por no saber vivirla bien. 

Hablo con personas estos días que añaden a este duelo por uno mismo la noticia, encima ambigua por la falta de pruebas que nos ayuden a encontrar certezas de ello, de que tienen el “bicho COVID” en algún grado. 

Todas estas personas necesitan, necesitamos, acompañantes que sepan entender estos duelos. Que sepan mirar y ver, porque no son duelos evidentes y terminan por ser secretos y prohibidos incluso. Para mí hoy día resulta curioso cómo de repente tantos sabíamos de duelo por el hecho de ser psicólogos e incluso nos atrevemos a dar ideas de cómo vivirlo bien. 

A mí me gusta ser acompañante de duelo, aunque sea una categoría inferior a ser terapeuta. Para mí, este momento, más que nunca, pide entrenarnos en no aconsejar, en no urgir, en permitir todo tipo de reflexiones o desatinos o incluso bulos. A veces parece que hemos querido sustituir lo que era la Santa Inquisición con la ciencia inquisidora. 

El otro día me decía una mujer ‒con una cadena de pérdidas y durezas vividas anteriormente‒ que en el confinamiento se encuentra bien, pero que tiene mucho miedo a que acabe y ver si luego le toca la enfermedad. Ella no advirtió que mientras me decía esto me dejaba ver que tenía algún deseo de vivir; y lo atesoré. A los acompañantes nos pagan para ver crecer la hierba porque las personas no solemos ver cómo vamos caminando, y en duelo a veces muchas personas dicen que están paradas. 

Me gusta ser acompañante de duelo y no tener nada que decir a muchas personas hoy día. Sobre todo, me gusta poder acompañar a un último grupo de personas: esas que están solas, confinadas, y con el peso de la muerte de un ser querido reciente. Son tantas historias que contar que faltan oídos para recoger historia y, por eso los centros de escucha y tantos voluntarios de la reserva multiplican su actividad. 

Cada día de acompañamiento en duelo aprendo que, al final, ante muchas de las personas lo que cabe es más actitudinal que de herramientas. Rogers no era poco psicólogo cuando hablaba de respeto y amor por las personas que acompañamos. 

Al final, permanezco junto a las personas sintiendo la impotencia de no poder hacer más por ellas que aprender sus palabras y comprender la cuerda de sus vidas y transmitir la única promesa posible estos días: la de ser parte de la humanidad que acoge su dolor, soledad y perplejidad. Al hacer esto, creo que me doy dignidad a mí mismo. 

 

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Personas en duelo y confinamiento

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