01/02/2020
Celebramos este año la Presentación del Señor en Domingo, por este motivo vamos a aproximarnos a la parroquia de Nuestra Señora del Castillo, en Carrascal de Velambélez, donde en su retablo mayor encontramos pintada la escena dedicada a este día. Se trata de su tema central, algo que nos extraña por ser titular de la parroquia la Virgen María en su advocación del Castillo. Esto solo se comprende cuando caemos en la cuenta de que el tema de la Presentación es considerado desde el de la Purificación de María. Ella se convierte en la protagonista, pues es situada en el centro de la composición, desplazando de este modo al niño Jesús hacia el lado derecho. Aquí comprobamos la importancia que fue adquiriendo, durante la Edad Media, esta fiesta desde la Purificación de María.
Pero, antes de abordar su iconografía y sentido, debemos comprender y contemplar esta Presentación del Señor dentro del conjunto pictórico del que forma parte.
La iglesia parroquial de Carrascal de Velambélez es un edificio sencillo y humilde levantado a finales del siglo XV, de una nave única y un ábside rectangular; la presencia en sus muros de una hilera de canecillos es una muestra de que anteriormente fue una iglesia románica de finales del siglo XII. A pesar de su sobriedad externa, nada más entrar nos damos cuenta de que hay un tesoro escondido de gran valor. Al fondo de la nave nos llevamos una gran sorpresa, somos atraídos de inmediato hacia la impresionante cabecera rectangular, decorada a modo de tapiz cubre completamente el presbiterio con pinturas de comienzos del siglo XVI, en el estilo renacentista, pero su iconografía y disposición de los personajes todavía es deudora de lo gótico. Fueron realizadas posiblemente por talleres pictóricos itinerantes, que dejaron su huella en numerosas iglesias del noroeste salamantino, el suroeste zamorano, y hasta llegaron al ámbito portugués. Las pinturas de Carrascal estuvieron tapadas bajo la capa de cal hasta que fueron descubiertas a principios de los años ochenta del siglo pasado.
La riqueza decorativa y cromática nos indica que nos encontramos en el lugar más importante del templo, donde se celebra el sacramento de la Eucaristía. Aquí vamos a comer y adorar su Cuerpo, por eso, en el retablo mayor están dispuestas en sus cuerpos y calles, además de la escena de la Presentación de Jesús en el Templo, otras cinco que relatan la encarnación del Hijo de Dios: la Anunciación, el Nacimiento y Adoración de los pastores, la Epifanía y la Huida a Egipto. El retablo es coronado en la calle central, encima de la Presentación, con la Asunción y Coronación de la Virgen. Todo el conjunto del retablo se completa con las pinturas de los muros laterales, en las que fueron pintadas escenas de distintos momentos de la Pasión de Cristo, porque la Eucaristía es renovación y actualización de la entrega única del Señor en el camino hacia cruz y la resurrección.
Para distinguir las imágenes de la escena Presentación del Señor tenemos que acudir fundamentalmente al relato evangélico de Lucas (cf. Lc. 2, 22-40). Los personajes forman claramente dos grupos. A nuestra izquierda está el más numeroso, formado por dos hombres y cuatro mujeres, que avanzan en procesión hacia al altar del Templo. Abre esta comitiva un acólito, vestido con roquete, que porta la cruz procesional, junto a él va María, portando una vela encendida; detrás está San José, reconocible por su vara entre sus brazos, y una joven sirvienta va a su lado con una vela encendida, llevando la ofrenda de las dos tórtolas o pichones en una cesta de mimbre; finalmente, al fondo, se divisan dos cabezas de mujeres que tienen nimbo sobre la cabeza, se trata de la profetisa Ana (cf. Lc. 2, 36) y, aunque no salga en este relato, sino en el anterior de la Visitación, la otra mujer posiblemente es Isabel (cf. Lc. 1, 39 ss.), que acude como invitada a la celebración por ser pariente de María. Se distingue el espacio de la derecha, al ser el lugar más sagrado por estar el altar del Templo, un rico dosel cubre la pared del fondo. La gran figura de Simeón preside la celebración, vistiendo como el sumo sacerdote del Templo, con mitra y capa pluvial, se encarga de sujetar y elevar al Niño sobre el altar, para mostrarlo a la gente (cf. Lc. 2, 32).
En la pintura de Carrascal contemplamos en belleza el mensaje evangélico de la fiesta de la Presentación. La luz de Jesús ha sido prendida en el mundo para todos desde el pequeño grupo de gente pobre que encabeza María, la primera de la humanidad en ser iluminada y purificada. El Niño sobre el altar es elevado con reverencia por Simeón, tal y como hace el sacerdote con los dones eucarísticos. Los grandes ojos de todos se han abierto por la luz tan inmensa que desprende el Niño, y enciende el corazón de este pueblo escogido, para ser pasada a todos los pueblos hasta los confines de la tierra: “Luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel” (Lc 2, 32). Simeón fija la mirada en la madre de Jesús para decirle algo sorprendente: su hijo es una bandera discutida y una espada le traspasará el alma (cf. Lc. 2, 34-35). Él es la luz con la que comienza un mundo nuevo y una nueva humanidad, y eso es lo que le llevará a Jesús hasta la muerte de cruz, aquella que sostiene el acólito entre María y Simeón.